24.8.22

236/365 Charles Darwin





Sostenía Darwin que la Biblia de Jesús era un campo minado de metáforas. Del Antiguo Testamento, en concreto, escribió que era una doctrina de bárbaros. Borges, por su parte, relataba que la religión completa, cualquiera de ellas, era una rama de la literatura fantástica. Nietzsche (Ecce Homo) escribió que el alma inmortal fue "inventada para despreciar el cuerpo, enfermarlo..". K, un amigo cercano, que lee a Onfray y descarga a veces podcasts de una Asociación de Ateos para oír de noche, tumbado en su cama, inspirado por esa quietud absoluta, suelta a veces que la Biblia es un enorme error tipográfico


Charles Darwin quería ser sacerdote, pero lo disuadió la contemplación cartesiana de la creación cuando se enroló en el HMS Beagle (un bergantín pequeño) como naturalista. Se le vino abajo la Biblia entera, toda esa narración ominosa, dramática, cruenta y poética. Le devastó una tristeza enorme: se había venido abajo un mundo y empezaba a crecer otro, que lo reemplazaba con ímpetu. Celoso a la hora de exhibir sus convicciones espirituales, a poco de morir, se envalentonó y publicó una carta en la que dejaba claro su testimonio sobre la religión: "Lamento tener que informarle de que no creo en la Biblia como revelación divina y por lo tanto tampoco en Jesucristo como el hijo de Dios. Atentamente. Ch. Darwin". Era 1880 y la misiva iba dirigida a un abogado célebre que le requería "un sí o uno " acerca de sus creencias. En lo que de verdad cuenta habría que deslindar esas epifanías místicas o paganas y centrarnos en la rotundidad de un científico que hizo pensar en la Historia de una manera radicalmente distinta a como se había formulado antes. 


Banalizar la fe no siempre es un ejercicio conveniente. Se cree por no hay nada más a mano para andar juntos por el mundo. Los creyentes se abrazan sin que intermedie el afecto previo, sin que hayan compartido paseos, ni recuerdos, ni la certeza (nunca fiable) de que se verán en el futuro y compartirán más paseos y tendrán más recuerdos. Yo, descreído, descarriado, admiro a quien se embosca en metáforas, las que arrima la admirable fe . No tiene nada de malo, no hay que menoscabar ese acto valiente de querer ir más allá, de adentrarse en la espesura, como decían la Santa Teresa y mi querido Lara Cantizani, de ir a ciegas y ver de pronto, inesperada y jubilosamente, la luz. No he visto yo la luz, esa clase de luz, ni la espero. No sé si habrá algo que me aguarde y que no conozco que me hará sensible a ella. Es la luz, cuando alrededor reina la sombra, como dijo Shakespeare. Son tiempos difíciles éstos. No sabe uno si la sociedad es como es (con su fragilidad, con sus odios, con su injusticia) por haber sido construida con Dios o no loes  enteramente  y a satisfacción de todos por esa circunstancia precisamente, como vamos a saber eso, de qué manera podríamos conocer lo que no está a la vista. Quizá por eso se precisen las metáforas o la poesía o la literatura entera. Ahí está el camino, en la palabra escrita, la que avanza en lo oscuro y se afana en dar con una brizna de luz. 


Anoche soñé, bendita ilusión, que me sentaba en el banco de una iglesia en un oficio de misa. Creo que me levanté a mitad del acto y esperé a alguien afuera. Incluso en sueños, cuando está uno manumitido de prejuicios, obro a espaldas de Dios o de la iglesia. No se entiende la sociedad con Dios y tal vez tampoco sin él. Ahí andamos los unos y los otros: manejando las cartas de la razón y de los flecos formidables de la fe, poniendo y quitando metáforas, escribiendo y leyendo, hablando y escuchando, y si al menos hiciéramos de verdad todo eso, pero a veces ni leemos ni escuchamos, ni dejamos que las metáforas aniden dentro y predispongan al pensamiento y a la belleza. Y luego los gerifaltes quieren borrar la filosofía de los planes de estudios, Alguna razón tendrán, algo perseguirán


Al autor, al creador literario, se le concede en ocasiones la contemplación pausada de su obra. La mira sin reconocerla suya, comprende los rasgos, aprecia ciertos hallazgos, pero no siempre atisba su impronta, la huella perceptible. Entre el creador y lo creado hay páramos no recorridos todavía, una suerte de contradicciones y de paradojas que hacen más valorable el producto final. No es fácil crear, más aún si lo arrojado a la realidad es un organismo vivo, una criatura hecha a la imagen o a la semejanza, no tengo claro cuál es más influyente. Traer hijos al mundo es una bendición (un libro lo es y llevo con hoy tres días citando árboles) pero contrae una responsabilidad enorme, una a la que no se le da la consideración que precisa. Lo hacemos a lo loco, no tenemos conciencia, vamos a ciegas. Escribir es una especie de paternidad procaz y febril. Se impone a la realidad lo que antes no existía. El hijo sobrevenido desobedece luego al creador y se ofrece a quien lo abraza. 


Escribir es multiplicarse. Dios es un hacedor infinito. Esa es la perspectiva que más me agrada de la falible divinidad. Dios es Darwin en un retrato en un museo y es el mono que lo mira entre la perplejidad y la fascinación. Dios es también el observador que se coloca en una posición favorable desde la que registra el milagro de la escena. Todas son milagrosas. Hay un destello extraordinario en cada detalle de la trama. El sol que ahora ilumina los árboles contiene a Dios en esa rendición prodigiosa de luz. Luego se ofrecerá la oscuridad. En lo oscuro el latido es más reconocible. Cierras los ojos y piensas si estás leyendo o escribiendo y concluyes con la idea de que eres ambas cosas. El escritor. El lector. Eres Darwin y eres el mono. La luz. La sombra. Dios. Eres Dios.



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