Los teólogos no influyen en el curso de los astros, no conmutan el flujo de la luz y la tornan sombra, no ocupan el sueño de los crédulos, no vibran en una armonía sin tiempo ni distancia, no urden el tráfago de los días y la sorda maquinaria de las noches, no escriben la trama de la luz ni emborronan la escritura de la sombras. Tampoco los creyentes alteran con su fe el cómputo de las horas, ni escuchan el ruido de la flor cuando hace eclosionar sus pétalos, ni negocian con el azar la mesura de su capricho, ni conocen la mecánica de las nubes en su tráfago por la bóveda azul del cielo, pero los dos, teólogos y creyentes, contienen la esperanza. Les pertenece la luz. Es de ellos el cielo. Son ciegos poetas manumitidos del oficio de la escritura. La fe es un género literario. Dios es un autor anónimo. La vida es un libro invisible. El cielo es una ciudad de ángeles. El infierno es una conspiración de demonios. El hombre es bueno por naturaleza y la vida tras la muerte será en todo idéntica. No habrá con qué separarlas. Soy inmortal, soy Emmanuel Swedenborg. Jesucristo me visitó. Tomamos té. Me dijo: “Tú reformarás mi iglesia”. He abrazado el latín y escribo mi doctrina. He dejado las disciplinas de la ciencia y he encontrado en las Sagradas Escrituras la fuente de todo el saber. Dijeron que era herético, pero ellos no han visto ángeles por las calles de Londres. He estado en el cielo. He visto la residencia eterna del alma. La corte arcangélica carece del cómputo de las horas. No está ocupada por la intemperie. No hay nada más que dulce arrullo de voces que pregonan la exacta comisión de lo eterno. No es un lugar el cielo. Está en el alma pura. Tampoco hay infierno si no reside en los pantanosas parajes del pecado. Todas las cualidades de la belleza y de la inteligencia están contenidas en el espíritu. Ni la muerte aplacará su travesía infatigable
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