Para triturar, para mascar, para sorber, para despeñarse, para florecerse, no hacen falta dientes, ni lengua, ni labios, ni riscos, ni pétalos. Se requiere un alma pura a la que no le importe el fango ni la niebla. Basta un cuenco en el que se queme el opio de un sueño o una oscuridad de beso con suprema bondad de manzana. Lo que cuenta es saber que la cruz en la que murió Cristo tiene hormigas con gesto severo de mártir. Lo que al final podrá recordarse será el veneno cuando se oye mugir y despertar a todos los muertos de la memoria. Vale amar con arañas que sonríen, con violines comprados en un sueño, con el suspiro de la amada cuando se la cubre y declama endecasílabos renacentistas. Se oirá la lluvia con su inocencia novicia. Lo delicado convoca jóvenes que con furtivo afán se tocan hasta que la belleza huele a tomillo y a ropa recién tendida. Todas las sombras del mundo saben a miel de caña y yo soy un heraldo del cosmos sin abrir. Si me abres los ojos vendrán las gacelas del insomnio. Si me lees cartas de amor seré una niña a la que de pronto se le han abierto las costuras de la lujuria. Luz o cauce o flujo, no hay en mí nada que se sostenga. Me he convertido en selva, en bosque, en caudal arborescente. Cuando se me pregunta quién soy, caigo en la cuenta de que no he sido nadie o de que estoy a punto de comprender que no seré nadie nunca. Dulcísima criatura la de mis desvelos, la que en un risco desoye la admonición de los sabios y emprende una danza loca. Hoy he visitado las ruinas de mi todos los sueños del hombre. He visto cumplirse el presagio, he tenido en mi pecho la música de todos los milagros, he comprendido que soy argamasa de un objeto imposible, he fornicado con el septentrión, he escrito boca, pájaro, ángel antes de que se me advierta de la inutilidad de todos los abrazos. Algo milagroso ocurre cuando se me reprende. Respiro con más agitada vehemencia. Noto que el corazón se me encabrita. Hasta el sexo se encrespa y me habla. Soy la disciplina de la sangre, soy el enviado de todos los dioses a los que el hombre no miró con temor. Nadie cuenta conmigo cuando hay que llorar. Ni el amor me visita en las riberas de los ríos a la caída de la tarde. Muchachas con el himen intacto recitan mis poemas frente a una taza de té birmano. El amor es el laboratorio del poeta, dijo el poeta. Espanto y maravilla, dijo después. Un pequeño coro de niños conversa con un pájaro que delira en mi boca. "Mi osamenta es una lira griega".
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