"Con frecuencia me paso los mediodías sentado en un banco, ocioso. Los árboles del parque están totalmente descoloridos. Sus hojas cuelgan artificiosamente, como si fueran de plomo. A ratos todo parece aquí de hierro endeble y hojalata. Luego cae otro aguacero y lo empapa todo. Se abren los paraguas, los coches ruedan sobre el asfalto, la gente se apresura, las muchachas alzan el borde de sus faldas. […] Y luego están los jardines, tan silenciosos y perdidos tras las elegantes verjas, como esos rincones secretos que hay en los parques ingleses. Muy cerca de ellos truena y resuena el tráfago del comercio, como si nunca en la vida hubieran existido los paisajes o los ensueños. Los trenes retumban sobre los puentes, que tiemblan a su paso. Por la noche refulgen los escaparates, ricos y elegantes como en los cuentos de hadas, y ríos y oleadas serpenteantes de seres humanos se agitan ante las tentaciones de la riqueza industrial allí expuesta”.
Robert Walser, Jakov von Gunten
Hoy leí algo que decía un buen amigo mío al que cada vez veo menos. Sostenía que la novela es el único lugar del mundo donde cabe todo. Hay novelas en las que está el mundo, es cierto. Tras leerlas, se tiene la idea de que se alambican y no tienen fin dentro de la cabeza. Leí hace mucho tiempo El ayudante, que me entusiasmó, y hace unos días he terminado Jakob Von Gunten y siento que la historia está creciendo en mi memoria, se está apoderando de una parte de la realidad o está consiguiendo que esa realidad, sin que yo medie en el tránsito, se deje abrazar por la voz del esforzado Gunten, aprendiz de tanto, modesto y sencillo ser humano que sólo aspira a servir y a elevar su servidumbre a las más altas cotas de anonimato, a no brillar más allá del bien que su aplicación produzca en los demás, a pasar desapercibido y ser casi, en su determinación, invisible. En los tejemanejes que el alumno registra en su diario está el mundo en sí mismo. No falta nada, ninguna voz. Hablan los seres bajos y los humildes, a decir de uno de los dos, Jakob o el mismo Robert Walser. Pensar en él (en Walser) retirado del mundo, en la clínica psiquiátrica donde estuvo recluido treinta años y donde murió, me hace pensar en que de algún modo esa idea estaba planteada en la novela. Cabía, cabía y estaba. Sólo hace falta leer, cuidar de que no se escape nada. No sé si no conocer esa circunstancia, la de saber sobre la vida del autor, incide o influye o modifica la lectura que se haga de su obra. No debiera y, sin embargo, sucede, la manchamos, la contaminamos con esa periferia innecesaria. No saber que Walser cayó sobre la nieve el día de Navidad de 1956. Había sido hasta criado en un castillo de Silesia y antes de eso, sin que ninguna ocupación le fijara a un sitio o a un patrón de vida, había sido empleado de banca y archivero. No saber que Walser, no el escritor, sino la persona, fue ingresado en el sanatorio para que se le tratara una esquizonfrenia severa que le hacía, a decir de su hermana, peligroso para los demás y para sí mismo o para que la ansie. No saber que se le dio el alta y prefirió quedarse en la clínica. Que contra su voluntad, fue a una institución más severa donde se negó a escribir más. No tenía libertad para hacerlo (el único suelo que puede pisar un poeta) por lo que rechazó que se le proporcionara papel y pluma. El hecho de que un escritor decida abandonar su oficio es tristísimo: es como si una parte de uno mismo, la que escribe, se desentendiera de la otra, la que vive. Porque ambas cosas, en ocasiones, están reñidas. Una es un parásito de la otra. Quien vive mucho, escribe poco. También puede ser leído a la reversa. Walser escribía para que una de las dos ganase. Canetti dijo de él que era "el más oculto de todos los escritores". También que temía seguir leyéndolo. "A su lado, Kafka palidece". En el perfil de quien escribe, si es que se espera que tras la escritura concurra la lectura de otros, no puede existir la ocultación. Se escribe para que se nos lea, salvo que no nos importe en absoluto la aprobación ajena y tan sólo deseemos invitar a la aquiescencia propia. Kafka leía a sus amigos pasajes de la obra de Walser. Kafka era un escritor oculto también. Ganó la escritura, a beneficio nuestro, paradójicamente. Porque creo que ninguno de los dos tenía en mente, al trenzar y destrenzar las frases, que alguien tuviera voluntad de leerlas. Ni siquiera que algo de lo que contaban esas frases contuviera algo que de verdad tuviera interés como para que alguien le prestara un poco de su tiempo. Hay vidas que las cubre el silencio. Se llenan de él y suceden sin estrépito. De la suya, qué sabré yo de la suya, entreveo que sería una continuación de su actividad literaria. Un poco triste y un poco indiferente a la tristeza también. “Tengo que marcharme. No puedo aguantar el amor. Estoy destinado a una vida más asilvestrada y fría. No me seduce saberme amado”. Rechazó la realidad. También en su literatura. Los días se persiguen, nosotros observamos. Un día es como una novela. Cabe de todo. Se le puede pedir cualquier cosa. Es más tarde cuando la memoria hace de los días pasados pura invención, memoria que no se deja cartografiar y hace que cualquier acontecimiento pueda ser convertido en otro, sin que se resienta la conciencia de quien lo ha reformado. ¿Qué es escribir, al cabo? Ahora me da por pensar en Walser en su cárcel para desquiciados, en ese retiro del que ya no salió, en sus paseos, en la negativa a volver a contar nada. Lo imagino en silencio. Un escritor en silencio es algo de lo más respetable. O ya lo ha contado todo o no desea contar nada más. El hecho de contar es en sí un milagro.
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