21.8.22

Lectura de Tankas del Samurái, de Jacob Lorenzo

 



En su origen, el samurái era un sirviente doméstico hasta que hacia el siglo XII la palabra adquirió su atribución marcial, la de cierta élite militar que obedecía al señor feudal o sogún. Temerarios, heroicos, puros, creían en la benevolencia, en la justicia, en el honor, en la honestidad y en la lealtad. El guerrero era un conjurado cuya empresa en esta vida era la de preservar un código moral. Se les concedía no solo la propiedad de la fuerza sino de la sensibilidad. Eran sublimes en la aplicación de los preceptos de su estirpe. Podían usar la catana para separar la cabeza del cuerpo de su enemigo o una pluma y tinta para escribir haikus que contuvieran el aliento del rocío cuando hace temblar una hoja de un árbol o el misterio del astro sol al ocupar con timidez y perseverancia la línea del horizonte. Al espíritu se le curte y adiestra con las mismas herramientas con las que se ejercita y modela el cuerpo, imbuyéndolo de sacrificio y de arrojo. En Tankas del Samurái, diré de antemano que espléndido libro de Jacob Lorenzo, se constata esa lucidez en el cumplimiento del deber o ese sobrecogimiento que acaece cuando el poeta piensa en "esa negrura / que sobrevuela sucia la memoria" al recordar a la figura sobre la que gira todo el volumen, la del padre ausente. La materia de la que se ha abastecido Jacob Lorenzo no difiere de la que el propio samurái dispone al predisponerse al combate bélico o a la restitución de lo lírico. Convoca sutiles imágenes que invocan un tiempo remoto y perdido. "El hijo del guerrero / inventa espadas / con ramas del almendro". En su forja, en la comisión del metal, se esmera, se distrae de la realidad hasta le sorprende la lluvia. Hay un delicioso juego de contrarios en estos poemas: se crea un escenario, se le viste de tragedia o de presagio de una tragedia y luego se confía a que algo ajeno (la nieve, el viento, las nubes) desautoricen todo signo de severidad y lo impregnen con los bártulos delicados de la belleza o de la intimidad más deslumbradora. Al encaminarse a la guerra, un samurái (anota el poeta) afronta la más cruel: "enfrentarse a sí mismo". Si la muerte acecha es que hay luz para permitir su visión. Esa inminencia de un milagro o el milagro en sí mismo ocupa buena parte del aliento poético de Tankas del Samurái. Lo que queda tras la guerra, la privada o la pública, es "una trinchera turbia / entre el cielo y la tierra". La parte más sentida del libro es la que descubre al padre. "No podré perdonar / ni tu amor ni tu muerte". La pureza no es un anhelo, pero nos hace embelesarnos en la presencia de su destello, en el instante en que el poeta oye el cauce de la sangre ocupando el cuerpo, pero es precisamente el cuerpo el que lo abate, su tangible decadencia, la demolición metódica con la que se curte en el lento fluir de los días, que son los del abandono: "Te lo llevaste todo, / incluso la esperanza". Con todo, no hay pesadumbre, no es una elegía larga esta colección de poemas: es más bien un canto a la memoria, un discurso razonado sobre la armonía y sobre el desencanto, sobre cómo el mundo continúa su trasegar loco y ni el petirrojo, al cantar, sabe que todo lo doblegará la muerte, la del padre, la del hijo, la del tiempo en el que los dos, en un verano cualquiera del pasado, en ese "rumor de la infancia" acariciaron "lo efímero". La herida no cicatriza, no se cierra, pero tampoco el poeta (el hijo y el poeta son la misma desconsolada sustancia) desea que sane: "Jamás la cambiaría / por nada del mundo". La misma vida se entenebrece en nombre del padre. Los lobos del invierno con su sangre en la boca alertan al poeta de que él es el lobo y que la sangre es suya. El tiempo de la reconciliación es una palabra sin pronunciar en un poema sin escribir. Todo el libro contiene esa tristeza lúcida, ese querer morir juntos de dos que no se tuvieron. En el sueño del hijo, en ese limbo sin clausura, el padre se disculpa. Duele a veces esa claridad en el duelo, el deshacerse de la carga que no hará bien llevar. Estremece esa serenidad con la que el poeta (el hijo) entierra a diario al imposible lector (al padre): "Estoy tranquilo. / No nos debemos nada". El poema es un fantasma que vuelve. A pesar de la voluntad de que se aleje o de las trampas para que no triunfe, hace su aparición espectral. Ese mismo poema, arrojado, negado, inútil, regresa: el viento lo trae, lo impone a la realidad, lo transfigura en una especie de oración o de salmo. Está el sendero ofrecido a la memoria, pero la asedia un fuego, un fulgor que la rescata paradójicamente de su único destino posible: el olvido. Jacob Lorenzo escribe para que no se pierdan los recuerdos. "En el juicio final / la poesía / salvará del olvido / el alma del guerrero". Sin saber si la espera valdrá la pena, se descubre  preguntándose "¿será la muerte? / ¿Serás tú en la distancia / llorando como yo". "Todos los niños abandonados acaban siendo huérfanos de sí mismos". No cunde la desesperación, no se propaga alguna leve inclinación al desencanto más devastador: el poema está afilado, lo ha afinado una catana, se ha despojado de toda falsedad y se ofrece con genuina franqueza. Como la del samurái antes de exhibir su armadura en la orfandad infinita del campo de batalla. Que Jacob Lorenzo confíe en la tanka para expresar su poética es sensato: su brevedad, superada por el haiku, conviene para la rendición del instante o para el depósito de un prodigio. Una línea cárdena (vuelvo a citar) "sobre la nieve. / Son los labios de un muerto / besando un folio en blanco".

Tankas del Samurái está primorosamente editado por El reino de Cordelia y prologado con esmero por Ioana Gruia.  Da gusto la propiedad de un libro tan hermoso. Debo consignar mi gratitud al autor, que en absoluto hace que mis elogios sean mayores que los merecidos, por citarme en una página final (junto con Luis Alberto de Cuenca, Juanvi Piqueras, Jesús Aguado, Ángeles Mora y Marce Ferrera, qué feliz al ver mi nombre con el de estos maravillosos poetas) como lector crítico del libro antes de que entrara a imprenta. No hubiese sido precisa esa injerencia ajena. 


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