El imaginario de zoología fantástica tiene pocas criaturas que conciten la unánime opinión de que son de verdad fantásticas. La cualidad de lo extraordinario ocupa siempre todos los resquicios del asombro. Solo hay asombro: miedo primario, fascinación absoluta. Lo asombroso es que una de ellas no sea invención o abono de leyendas sino tangible y absolutamente real. Hay criaturas del mar mitológico que arruinan la vida de los navegantes. El profesor Aronnax y el arponero Ned Land se proponen capturar uno en la incomensurable 20.000 leguas de viaje submarino. Arrojados sobre él cuando le dan caza, comprueban que el lomo del la bestia "está hecho de planchas atornilladas". Nemo es el mismísimo Ahab y el narval, esa bestia inconcebible, mitad real y mitad indignada, es su Moby Dick enfebrecido y cruento. No sé si Lovecraft lo habrá traído para representar alguna presencia maligna, uno de esos monstruos ancestrales que pueblan el fondo del mar y perturban el sueño de los navegantes. En mi recuerdo de lecturas adolescentes, veo calamares gigantes, pulpos como demonios, krakens descomunales que izaban barcos enteros y los sumergían en un aterrador abrazo o veo al leviatán, monstruo emanado directamente de la mismísima divinidad, representado por una especie de ballena con hambre de hombres (excusad la redudancia fonética) y capaz de alojar en su vientre una flota de mercantes o un drakkar vikingo. Lo que no podré olvidar (aparece de vez en cuando, inevitablemente esas imágenes perduran con asombrosa nitidez) es al narval, al delicado (a pesar de todo) unicornio del mar. Julio Verne es el padre de todas las aventuras. El mar es el escenario de las más extraordinarias.
Volví a ver anoche 20.000 leguas de viaje submarino, versión Richard Fleischer, 1.952, con Kirk Douglas, James Mason y un extrañamente normal Peter Lorre, alejado del turbio mequetrefe que el cine negro nos ha regalado esplendorosamente. Ha sido ver la película sobre la mítica novela de Julio Verne y tener claras algunas de las cosas que antes tenía por ingobernables por mi enclenque cerebro. El Capitán Nemo me ha parecido una especie de demiurgo inverso, un héroe deconstruído, una especie de mártir del pesimismo antropológico que ha decidido vivir en su Nautilus, bajo el mar, donde muere ya anciano, a salvo de la miseria y de la cochambre moral de sus convecinos terrestres, de su odiada Inglaterra, a pesar de que podría haber paliado del quebranto que sufre el mundo del que recela. En un momento de la película, pues la lectura del libro queda en un limbo muy anterior, el capitán Neón confiesa a uno de sus prisioneros (en este caso, el intelectual, el más ilustrado y humanista, el prestigioso biólogo marino Pierre Aronnax) que la raza humana dejará de ser mezquina, ruín y cainita cuando no exista el lucro y nada se reduzca al severo código del comercio, en el que todo se articula en torno a la ganancia o a la pérdida del dinero. Así que la cruzada que desarrolla el abnegado emperador del submundo marino es contra el capitalismo, al que ahora sesudos hombres trajeados están reflotando, reformulando o reseteando en todas partes del mundo con desigual fruto. Ninguna de las espontáneas combustiones de lucidez de las historiadas neuronas de los hombres de Estado planteará la defunción del sistema, la demolicióm completa del modo en que vivimos y de cómo hemos convertido la democracia en un juego de divisas consensuadas. Seguimos a bordo del desastre, pero vamos a coserle los rotos y a darle inyecciones de optimismo para que no termine muriendo por agotamiento, incapaz de cauterizar las heridas abiertas, parecen decir. El capitalismo será obsceno, o no será, parafraseando a Breton y su proclama a favor de la belleza. El capitalismo será, en el fondo, una bestia políglota y un veneno detestable, pero en cuanto se hunde unos centímetros en el fango de nuestros despropósitos o se va desagüe abajo por nuestra incompetencia en su gestión acudimos al rescate y lo elevamos de nuevo a su posición de dominio. Y en estos casos sí que ahombramos ingenio y le dedicamos tiempo y fondos reservados y líderes. Sé que al final, en 20.000 leguas de viaje submarino, el personal leal del Nautilus se inmola y los prisioneros huyen en una barcaza…
Coda lúdica:
Permitidme: el capitalismo es un calamar asesino, amables lectores: uno del tipo que se encarama a la cubierta del Nautilus doméstico y que pone en apuros la mística de Nemo, sus veladas de placer abisal (estético, intelectual) mientras cachalotes retozones fatigan las aguas frente a sus ojos ya insensibles. Menos mal (ay) que el arponero Ned Land (veamos: un vividor, un superviviente, un mercenario del instinto puro) abrió las tripas de la bestia y le extirpó (permítanme: con saña) el corazón pendenciero.
Y Doré como ilustrador!
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