El polvo de amianto de los motores de los aviones que tuvo que lustrar durante el servicio militar le provocaron un cáncer de pulmón y murió en la edad sublime de prometerlo todo y no haber jodido en exceso el reflejo de su estrella. Era como un James Dean vintage, sin su aureola dramática, sin su pedigree de ángel atormentado. Steve McQueen se retrató en las películas que hizo y en sus vicios públicos. Amó la adrenalina, los coches, las motos, los desiertos, las mujeres y las artes marciales. Se benefició de un rostro cinematográfico como pocos y dio indicios fiables de que podría haber sido un actor fantástico, a lo Paul Newman, mucho más de lo que Peckinpahpensó cuando lo usaba como el rebelde americano que despedía a cada gesto, pero se malogró antes de esa transformación y dejó un puñado de películas antológicas y una decena de pósters para dormitorios de quinceañeras o frikis del cine. Prefab Sprout le dedicó un disco y una amiga mía echa una lágrima cada vez que vuelve a ver Bullit o La gran evasión. Pasó por los calabozos el paso por temerario con un volante. El arresto fue en 1.972. Conducía ebrio. Nada del otro jueves. La escena absoluta, el momento mítico, está en La gran evasión. Pactó con John Stuttgart cómo su personaje debía huir del campo de concentración: una moto sorteando vallas en un campo verde hacia la frontera suiza. No era su Metisse, una Triumph gloriosa, pero cualquier moto valdría. No sabremos si era más actor que piloto, no creo que importe. Sobrado de carisma, Steve McQueen fue el rey del cool, el tipo guapo que precisaba pocos gestos actorales para cerrar una escena. En Papillón, Tom Horn o en El caso de Thomas Crown demostró que no necesitaba papeles de acción, de tipo duro. En la vida real, nada más morir a manos de Charles Manson su amiga Sharon Tate y saber que estaba en su lista negra se agenció una pistola de la que no se deshizo. Decía sin pudor ser un verso machista. Ali McGraw, inolvidable en Love Story, segunda esposa durante cinco años, la forzaba a dejarlo solo viendo la tele de noche y exigía cenar a las seis cuando estaba en casa, habitó inusual según presumía. Que encañonara a la primera mujer a modo de amenaza cuando algo previsto en su cabeza no sucedía o cuando la instigó para saber si había sido infiel. Lo fue con Maximiliam Schell. Adicto al nitrato de amilo para potenciar el sexo (el famoso popper), al LSD o a la coca, decía ser feliz dependiendo de cosas fáciles de alcanzar. Todo por disimular la fatiga de los rodajes, ese mundo en el que el dinero venía a espuerta y en donde le dejaban hacer probaturas con sus locuras al volante de un coche o montado en una moto. En el de El coloso en llamas en 1974 pidió que Paul Newman tuviese un libreto que no superara al suyo en líneas. Ninguna de esas tropelías de estrella de Hollywood rivaliza con el recuerdo inmarcesible del Ford Mustang GT del 68 de Bullit. Antes de piloto o actor, McQueen fue carne de reformatorio o de presidio. Un padre alcoholizado al que no conoció y una madre adolescente de poco seso sin residencia fija le fijarían una nunca abandonada idea de la familia como una eventualidad desechable. A los diecisiete se enroló en el ejército y se probó en la vida a la que luego no dejó de atender, la de no tener asiento ni deseo de que la lentitud se apropiara de ella. Todo afincado en la convocatoria de la velocidad. Se valió de sus ojos azules y de su éxito con las mujeres para medrar en sociedad, pero por dentro andaría ocupado en encontrarse. Sabía seducir, tenía carisma sobrado. Su carácter arisco le trajo desavenencias con todos los directores con los que trabajó. Tampoco era el preferido en el gremio. Presumía de virilidad y de apostura. Se creía un héroe griego. Murió en México a los cincuenta.
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