Solía decir que cuando se miraba al espejo veía un pianista negro. También que prefería un músico con el que tocara del que supiera que era buen lector. Gastó una pequeña fortuna en pasar libros a Braille. Amó el fútbol casi tanto como el jazz. Aficionado al Barça, solía no perderse partido alguno en las retransmisiones radiofónicas. La leyenda, aureolada de una más que creíble certeza, dice que una noche, en su ciudad, atacó Round midnight, la inmortal pieza de su adorado Thelonius Monk con un pequeño y discretísimo auricular alojado en su oído. Antes de todo eso, Tete Montoliú era un niño ciego en la Barcelona de los cuarenta al que su padre, música de la Orquesta del Liceo, compraba discos entre los que había algunos de jazz. Escasamente encasillable en la hechura de un jazzman, más cercano a la aséptica pinta de caballero inglés de Bill Evans que del estrambótico aspecto de Thelonius Monk, Montoliú es el hombre del jazz en España, con permiso de Pedro Iturralde. No se puede pensar en jazz español sin que veamos su larga figura volcada sobre el piano. Tampoco puedo pensar en mí como aficionado si no hubiese aparecido un disco suyo (The music I like to play, en uno de sus cuatro volúmenes) en la biblioteca del cuartel donde di un año de mi vida al ejército. Al sargento M. le encantaba. Lo ponía con cargante frecuencia por lo que llegué a anticiparme al pianista y conocía las piezas como si yo mismo las tocara, qué locura eso. Cuando volví a la vida civil, lo cual invita a pensar que la de allí era de todo punto incivil) busqué discos de Montoliú, pero no fue fácil. La espera (hoy en día todo está cerca, todo está a veces insoportablemente cerca) mereció la pena. Escuché a Montoliú con Dexter Gordon, Elvin Jones, Ben Webster, Sonny Stitt, Joe Henderson, Chick Corea, Herbie Hancock, Roy Hargrove, Hank Jones, Chet Baker, Roland Kirk (ciego también), Stan Getz, John Coltrane, Dizzy Gillespie o Stephane Grappelli. Alguno me dejo fuera, seguro. Blues for myself suena de fondo mientras escribo esta pequeña nota tributaria. Junto a Niels O. Pedersen, al bajo, y Bill Higgins a la batería conformó un trío memorable que retrotrae al buen aficionado al trío de Bill Evans (Scott LaFaro y Paul Motian) en los primeros sesenta, antes de que las drogas lo devastaran y se dedicara, atormentado y solo, a vivir de su numerosa renta jazzística y sacar el dinero que le permitiera morir a placer de su vicio más íntimo, pero ésa es otra historia. Montoliú murió de cáncer de pulmón a una edad provecta y fundamentó su maestría en un exacerbado amor a la música. Amó el blues, amó la canción catalana y escuchaba, en privado, a The Beatles y Frank Sinatra.
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