10.8.22

222 Gargantúa y Pantagruel



 

No sabe uno si es más de Pantagruel que de su padre Gargantúa. Los dos tiene con qué montar un santuario de excentricidades. A Gargantúa lo parió su sacrificada madre por una oreja de modo que al padre, que aliviaba la espera del alumbramiento bebiendo odres de vino, lo bautizó como la posteridad lo ha conocido por el tamaño descomunal que adquirió la madre al subirla de la tripa al pabellón auditivo. No dando abasto para alimentarlo, la criatura precisó un 17.913 vacas que se desfondaron en la provisión de leche que saciara el apetito del neonato. De Pantagruel consta que se animó a devorar una vaca viva en la infancia, sin completo éxito. Sin estar al tanto de estas y otras particularidades de estos dos personajes, lo primero que fascina en ambos es su contundencia fonética. Ya no hay nombres con esa vehemencia, no se estilan, serán exclusivo festín de aficionados a la novela francesa del siglo XVI y, con más atino literario, los que disfruten (hemos disfrutado) de Rabelais, creador de estas dos criaturas extraordinarias. Tampoco hay fabulaciones en las que se despeña la escritura y se hace zafia y grotesca, no al modo incivil en el que se menosprecia el lenguaje o se escatima la riqueza léxica, sino cuidando con esmero la construcción del relato, mimando a los personajes, dejándolos campar a sus anchas, convertirse en el arquetipo de lo que precisamente se desea zaherir, que es la moral de la época, su hipocresía, toda las convenciones puritanas de la sociedad en la que vive Rabelais, sabedor (como poco) de la importancia de la literatura como ariete inquisitivo, venenoso. También la utilidad como favorecedora de la risa. Mucha de esa literatura de clerici vagantes, hermosamente llamada goliardesca, recurría al humor para rebajar la carga de aflicción de lectores o escuchantes. 


No habiendo caído enteramente en el regocijo de los cinco libros (no todos disfrutados) de la saga pantagruélica (por decirlo con doble sentido) me quedo con la impresión que me produjo antaño (hace demasiado tiempo) la lectura de las aventuras (más son las desventuras) de este gigante bueno en el fondo, que arrambla con todo lo que se pone por delante y engulle con absoluta voracidad (en eso el autor es explícito y muy certero) las bondades de la carne y de los líquidos. Ahora no hay mucho gigante y los que se dejan ver o hasta los que se exhiben no gastan los rudimentos de los de antaño. Son personajes que dan miedo por circunstancias que no precisan del concurso del tamaño, ni del apetito voraz, tan ínocentes ellos. Son gigantes de otra pasta, de otro rango, por decirlo a la moderna manera: se creen dueños del mundo, lo son en muchos casos, pero sólo desean poder, esa cosa abstracta y abyecta a veces, eso que nos han dicho que corrompe, qué sabré yo. No quieren zamparse niños en la puerta de las escuelas (que es donde más daño hace la ingesta de los infantes a ojos del pueblo) sino impedir que crezcan o que se eduquen. Perpetúan así su reino, aseguran que su descendencia tendrá el mismo predicamento social. Ahora estoy escuchando de fondo (se oye la tele desde la cocina) cosas de gigantes, historias de lo que dicen y consecuencias de lo que hacen.


Y vuelvo a Doré y a Ramón Besonías, que me incita siempre. 

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