17.8.22

Ars poética de Sarah Connor, de Víctor Pérez



1

No hay advertencias que sirvan para entrar en un libro. Cada uno compone las suyas conforme se transita. Algunos ocupan en tiempo que se tarda en leerlos. Fijan nuestra atención y los atravesamos con la fortuna que se presente. No hay dos iguales, ni siquiera uno es el mismo al volver a él, cuando lo revisamos. Es otro el libro y somos otros los lectores. Hay libros contra los que prevenirse. Se los aborda con perplejidad y con entusiasmo. Sabemos con antelación, a poco que arrancamos la lectura, que obrarán una suerte de epifanía. La literatura progresa en la misma medida en que desaparece. No avanza linealmente. El suyo es un territorio muy poco traducible a la lógica del espacio. En cierto sentido (lo pienso todo ahora) las palabras adquieren trascendencia (vigor, pulso, futuro) cuando desoyen (desairan, incumplen) las reglas del juego y formulan códigos nuevos. Las mejores novelas son las que hacen peligrar la estabilidad mental de quien las lee. Las que malogran las previsiones. Las que duelen nada más abrirlas. El escritor es un francotirador amable, uno que no se para a pensar en el daño que hace sino en la felicidad que produce al disparar, al envenenar el aire con su metralla semántica, en los que se dejan abatir un rato.

2

El de Víctor Pérez entra en el privilegiado anaquel de los libros singulares. No habrá muchos como ese. No porque suponga un esfuerzo titánico o porque su calado (el poso final, la resaca sobrevenida) exija algo más que paciencia, sino porque alojan un modo de contar inédito. No hay ninguno que yo haya leído parecido a Ars poética de Sarah Connor. La palabra precisa es flujo: un flujo animal de consciencia, un fulgor bíblico, un asteroide de palabras que irrumpe en la atmósfera y lo llena todo. Nada queda indemne. Hay un triunfo heroico de la premisa fundacional de toda tentativa literaria: el de adquirir una voz reconocible, el de afincar la escritura en un estado de intimidad absoluta, aunque al autor le preocupe que se le lea. Lo admirable es que la singularísima perspectiva de la narración se erija como la única posible. Aquí entra el bagaje con que el lector penetra en la propuesta de Ars poética de Sarah Connor, su ánimo para dejarse conducir por un desquiciado (sublime ese extravío) flujo de imágenes y de líneas que, sin ser estrictamente argumentales, urden una trama que se sigue con fascinación de principiante. Como si no se hubiese leído nada antes. Como si la literatura en sí abriera su periplo popular con este atrevimiento que, no siendo novela, toma de ella su sustancia novicia: la de contar, la de embaucar, la de mentir con verosimilitud. Todo el libro se mantiene en pie con pasmosa reciedumbre. Es la escritura la que lo yergue y sostiene. Las frases se atropellan con la loca elocuencia de lo que se sabe insobornablemente libre. Todas sus virtudes se construyen a partir de su ese afán febril de avanzar, de que el texto discurra con absoluto desparpajo. Lo que se lee hechiza, por acudir a un verbo lisérgico. Lo que cuenta es la facultad del lector para no abandonar la metódica administración del veneno de lo leído. Porque se aprecia su concurso en la sangre. Se le oye bullir. Se echa en falta cuando se cierra el libro y se abre otro o se abra la vida, es posible que sean la misma cosa libro y vida, si uno está lo suficientemente afectado de literatura. 

3

Dentro del artefacto textual hay pequeñas bombas de relojería. Detonan con mala leche. Hacen que el ruido dure en la cabeza como un percutor incansable. Se suceden sin que podamos evitar que se accionen. Es más: llega un momento en que hasta se anhela absurdamente que alguien se esmere en programarlas. La literatura es un deseo de que se nos vuele algo. La cabeza o el corazón. La realidad o la fantasía. Uno es el incrédulo que de pronto se entusiasma en ese no saber qué vendrá después. Hay mil libros posibles en este libro. Todos los que Víctor Pérez fabrique serán razonable extensión de este. Tal vez haya mil libros previos. Como si su escritura fuese una disciplina cuántica. Como si a la urdimbre intima del texto se le encomendase registrar la realidad con pormenor y aplicación y nada que haya sucedido o esté sucediendo o puje por suceder quede al margen. Como si el libro fuese una especie de evangelio flipado, un vademécum de un escriba al que se le ha otorgado la empresa de catalogar el pulso del mundo, la herrumbre del mundo, la sangre del mundo. Ese recado hay que hacerlo a pie de calle, casi periodísticamente. Por eso hay bares y barras de bar. Ahí está la vida. Ahí el hombre arrojado a sí mismo. 

4

No hay en Ars poética un punto de vista unívoco. Tampoco un narrador omnisciente. Ni un propósito fiable. Ni un hilo. Están todos los puntos de vista. Están todos los narradores. Están todos los hilos. El milagro ofrecido es una parábola sobre la promiscuidad de la palabra. Ella fluye con ardoroso ímpetu. Se las ingenia para que se baste en el recado de formular un universo con sus pulsos electromagnéticos, con su gamberra bibliografía de personajes alterados, con su irracional promesa de que todo acabará compactándose, adquiriendo una presencia tangible. La argamasa es de naturaleza poética. Este es un libro de poemas. Lo percibe uno como alentado por un empeño divino, por un dios precario, garrulo, provinciano, rudimentario como un puñado de tierra en la boca. "Hacer poesía es dejar la poesía". El alambique sustancia metáforas de perfil duro. Hay que hocicar la testuz y dejarse la piel en el empeño. Una vez se han franqueado todos los obstáculos, cuando se ve el horizonte con su alarde de luz, puedes sentir el abrazo de todas las palabras. Se te van acumulando las palabras. Las apartas, por mera precaución, pero en el fondo sabes que está siendo agasajado. Estás entre los elegidos. 

5

Víctor Pérez desaparece como Víctor Pérez: ese es el logro mayúsculo. Acaece otro autor, no alguien del que se tenga una información previa, inferida y válida. Es el escritor invisible, es el narrador ubicuo, es el fantasma que se arrogó la labor de contar el caos. No hay instrucciones para un libro como Ars poética de Sarah Connor. Se entra sin brújula y se sale sin ella. La travesía es un goce de la bilocación: uno está amarrado a lo real, con sus primores y con su tabla de costumbres, pero se nos convida a la contemplación cenital de una topología azarosa, no siempre previsible, y qué delicia la incertidumbre de no saber qué viene después, con qué asombro se nos invocará para que sorteemos la gris convocatoria de lo verosímil. Todo es conjetura  feliz, todo permite que no sepamos o que no deseemos saber más allá de una línea. Entre una y otra hay mil (recurro a un dígito por comodidad) en las que escabullirnos. Da refugios un libro como limbos los sueños. 

6

Contra la inmunidad, Interpela Víctor Perez a Manolo el del Bombo, que es el sujeto destinatario de la rendición de ese flujo a cuya inercia nos entregamos por mero acomodo verbal, por deslumbrada ocupación de la imaginación. Querido Manolo, le dice, tienes que recitar la plantilla del Atlético del 84. Le cuenta que no hay nada como hacer la quiniela con todo el alma. El cuerpo es una estación sideral en desde la que se ve el cosmos entero. Se trata de afinar los sentidos, de monologar con el más allá, de dar entrevistas a un grupo de esquimales en un centro comercial de Utah, de comprender que la literatura de verdad no es transmisible bajo ninguna advocación astral ni con la mano precursora del poeta mayor del reino, el que se sabe de memoria el código civil y declama en las crudas noches de invierno el salmo de la absolución bajo el influjo del anís seco o de la absenta fría. Hay que ser una mezcla de fuego cósmico y de saldo de enero para que Cristo mismo te abra las puertas del cielo y te invita a la gracia eterna. Escribir, Manolo, es un tajo duro, la puedes cagar en un descuido o puedes dar con la frase que te hará ver la verdadera sustancia del tiempo, que es un santo de los de antes, en su urna de caoba sobre la coqueta de la madre, que murió en un verano de los recios. Toda carrera literaria es un subidón de adrenalina que acaba despeñado en un bar de carretera a la caída de la tarde, un enigma que no resuelve Jiménez del Oso con sus libros oscuros del siglo XVII. Renaces en un camioneta Ford antes de que abra el día. Ves en el horizonte un coro de hierofantes, un grupo de hijos de Jehová, un equipo de tercera regional, una familia del Opus, unos amigos que están buscando un rincón donde meterse caballo, un seminario de teólogos con la mirada perdida y la sangre bullendo. A Manolo el del Bombo le toca escuchar el mantra psicodélico, el flujo animal, el gong y todo lo que viene después del gong hasta que se echa la noche y un búho hace pensar en los hermanos Grimm y en Caperucita antes de que se le deshiciera el himen y llorara durante varios siglos. 

7

A Víctor Pérez no se le puede llamar novelista, pero  Ars poética de Sarah Connor es una novela, una a la que se pueden aplicar las convenciones del género. Es posible que a veces cueste justificar algunas y hasta es posible también que el acostumbrado lector de novelas (no decimonónicas, pero ortodoxo, al cabo) difiera de la opinión este lector ciertamente entusiasta. Tampoco poeta, pero esto es un libro de poemas. Las mismas convenciones del género poético pueden indagarse en la sustancia del texto. 

8

Hay que ponerse en el papel del escritor (novelador, poemador) para que decidiera que lo que tenía que contar necesitaba un conducto como este. Podría haberse extendido más, haber ocupado cien páginas más, doscientas. Tener otro volumen, un Ars poética de Sarah Connor 2. Se leería como una continuación. Tendríamos el mismo empeño en no dejar de leer. Como si la lectura fuese una alucinación. Como si ya tuviéramos los receptores sinápticos comidos por la prosa, embadurnados de prosa, enfebrecidos de ella. Como si viéramos lo más normal que alguien se nos acerque y nos susurre algo trascendente a lo que daremos el más alto aprecio. Algún día seremos planetas, dirá. Orbitaremos. Nos orbitarán. Será todo una ecuación de segundo grado en las tripas del universo. Será como si de pronto se nos mostrara el momento epifánico en el que a Dios se le ocurrió hacer la gramática con los colores, la aritmética con el ruido. Dios es un escritor minimalista. Es el yo completo que recita un evangelio apócrifo, un libro de parábolas populares en las que cuenta más la experiencia televisiva que la oración mística. Ars poética de Sarah Connor es insólito y altamente adictivo. La construcción del texto es lo que lo hace nuevo: se diría que se autoabastece, que se retroalimenta, que adquiere la facultad de clonarse y, a pesar del patrón tomado, provoca la sensación de que no se ha leído mucho (nada, me atrevo) como esto. Es la literatura del yo elevado a una potencia inalcanzable. Es un viaje el libro entero. Se puede continuar en las entregas diarias que el autor rinde en su muro social. Se toma la libertad de ignorar que este libro existe y lo reinventa. Pone un título que no tiene nada que ver con el texto (eso creemos, qué ignorantes) y una ilustración que no casa ni con el título ni con el texto. Y el observador se entretiene en buscar la manera de que todo cuadre. Esa es la función de la literatura. Igual damos con algún sentido que anduviera oculto y del que ni el autor haya tenido noticia. 


Ars poética de Sarah Connor

Víctor Pérez

Marli Brogsen, Madrid, 2020

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