La patria es el reconocimiento íntimo de un paisaje, escribió Jorge L. Penabade en su inagotable Gabinete de curiosidades (Amarante, 2020). No he tenido yo tal vez otra propiedad de lo que quiera que sea la patria, salvo esa. La afino con embeleso a cada viaje y hasta en donde uno vive, en las calles que ocupa cuando se obliga a hacerse ver y formar parte de su rutina, pero lo que más echo en falta, esa sensación crecida a cada viaje, es visitar ciudades nuevas, paisajes nuevos. No hay mayor placer que el de extraviarse, desdecir la costumbre (permítanme) de creer que algo nos pertenece o que uno mismo pertenece a algo. Concedo a la memoria la tarea de regresar allá donde encontrara ese fulgor de lo inesperado. Me trae plazas de Praga y tascas de Santiago de Compostela, ríos de Polonia y cafés en Viena. Sigo allí. No he salido de ellos, aunque haya vuelto a casa. Es adentro en donde todas esas delicias de la evocación urden una trama dulce que me conforta cuando aprieta la patria, esto es, la intimidad de la perseverancia. Una de los festejos mayores que pueda un viajero adquirir para amenizar su eventual escasez de novedades es leer los libros que otros viajeros pensaron para que no se difuminara su disfrute o para que el lector ocasional o entusiasta encuentre el placer de la travesía sin tener que mover un pie. Se viaja a veces sin que intervenga el desplazamiento del cuerpo. Todo sucede en la cabeza, me dijo un amigo. Sé que ninguna remembranza del pasado aminorará el ansia de pertrecharse en distancias y alejarse mucho: renunciar a lo que somos, ser invariablemente otro mientras el camino ofrece su inventario de causas y de azares. El mejor escritor de viajes que he conocido es la del incansable nómada Bruce Chatwin. Pura fiebre de entusiasmo, dice de él Colin Thubron, otro viajero infatigable. Era capaz de cruzar un continente para ver la armadura de un mongol disecado o de andar días enteros para ver una puesta de sol en un remoto paraje de la Patagonia. Escribir después sobre lo que uno ha visto hace que viaje y literatura sean una sola y maravillosa cosa. No es sólo ir donde alguien no ha estado y tener esa plenitud colonizadora, sino estar solo incluso si una turbamulta de turistas te rodean y anulan. Se aprecia esa belleza de la naturaleza o de las ciudades sin que la logística ajena lo arruine, podríamos convenir. Basta ensimismar la mirada, concederse la propiedad del hallazgo, por más que alguien lo fotografíe al lado tuyo o un guía se explaye en retahílas sobre la maldición del lugar o la promiscua erosión del tiempo, que lo ha echado todo abajo y sólo quedan unas piedras, pero qué más da. Podemos fabular, especular, afincar en la piedra una historia y contárnosla despacio, para que se impregne. También existe el viajero falible, cierto tipo de individuo sin pretensiones, que no da mayor importancia a lo que ha visto, sino que anhela únicamente disponer de tiempo (no solo tiempo, me entienden) para ver más. No he estado en la Patagonia que Chatwin recorrió con inusitado brío y asombrosa didáctica, pero la conozco. Puedo sentir la fatiga de los pies después de recorrer las inmensas llanuras. Puedo abrir mucho los ojos al dar con todos esos fósiles y dinosaurios. Buscaba Chatwin un oso perezoso gigante que vivió hace 12.000 años. Podría haber sido cualquier otra excusa: un árbol a la vera de un río, la visión de un puñado heroico de ñandúes, una iglesia rudimentaria y pequeña en la que un poblado reza con los ojos cerrados y las manos en alto o una casa en la que muriera un poeta del que adorara cierto libro, alguno menor, como gustaba decir a Borges. No se medirá nuestra felicidad por las posesiones que hagamos. Tal vez se nos recuerde por los hijos que tuvimos o por el amor que dimos a quienes elegimos, pero estaría bien que se tuviera de nosotros esa romántica y épica idea de que viajamos mucho y estuvimos en un búnker de la resistencia polaca contra los nazis o en una capilla muy pequeña, románica sería, en una sierra perdida de la provincia de Lugo o en el Puente de San Carlos, que es el más bonito del mundo. Somos dueños de esos festejos del espíritu. Todo lo demás es maravilloso, no es preciso viajar para ser feliz, pero qué riqueza da moverse, no tener asiento, decía mi abuela. La existencia de gente como Bruce Chatwin hace que podamos viajar cuando no podemos hacerlo. Es mejor que comprar esas guías en las que has visto todo París en elocuentes fotografías y fastuosos textos. No hay corazón dentro, no hay nadie detrás que haya llorado al ver un cuadro en un museo o la cara de un Cristo en un altar. La literatura de Chatwin hacía eso: convertía lo lejano en íntimo, tenía la habilidad de conseguir que sintiéramos el olor del sudor, la fragancia de un bosque o la extraordinaria mirada de un oso que se interpone en nuestro camino y se pregunta qué hacemos en el suyo.
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