"Fue el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, fue la edad de la sabiduría, era la edad de la estupidez, fue la época de la fe, era la época de la incredulidad, era la estación de la Luz. Era la época de la oscuridad, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación, teníamos todo ante nosotros, no teníamos nada ante nosotros, todos íbamos directo al cielo, todos íbamos directo al revés - en breve, el plazo era hasta el momento como el actual período, que algunas de sus más ruidosas autoridades insistieron en que fuera recibido, para bien o para mal, en el grado superlativo de comparación."
Charles Dickens, Historia de dos ciudades
Tengo algunas felices inclinaciones necrológicas de las que no podría extraerse la idea de que yo (paradójicamente) festeje la muerte, ni la saque a pasear a cuento de que haga un año o cien que muriera algún escritor que me apasione. Hay quien lee a alguien porque ha hecho tiempo que ha nacido o que ha muerto o que su libro entró en el parnaso de los grandes libros de los grandes escritores. Como son muchos de ellos los que me producen apasionamiento - y felicidad y zozobra y dolor a veces también - no puedo cumplir con todos, ni falta hace que tal cosa se produzca. Uno hace festiva la literatura que vive y la lleva dentro con orgullo, pero no la exhibe, no con exceso, no salvo que alguien te confíe el mismo ardor y te diga que Charles Dickens está en su mesita de noche y le rellena las noches y lo conduce al sueño. Leí Tiempos difíciles a la luz del flexo en el primer invierno de mi hija, hace de eso sus años. Me sedujo su literatura pulcra, el modo en que las palabras se iban hilvanando, sin que en ningún momento decayera la impresión de que todas las páginas contenían algo trascendente, alguna circunstancia remarcable, a la que después volver para cerrar una trama o finalizar la obra completa. Leído como se debe, qué petición más absurda, Dickens ha ejercido una influencia mayor - y más noble - que muchos de esos dignos premios que los estadistas dan a los que colaboran al sostenimiento de la paz. La literatura, la de la mesita de noche que nos escolta al sueño, tiene la virtud de hacernos mejores personas. Todos los buenos escritores contribuyen a que el mundo resplandezca. No hay motivo para ser pesimista todo el tiempo. Somos buenos, lo somos de verdad. Malogra esa bondad la mala educación o la mala cultura.
De Charles Dickens me vale que me ayudara a entender mejor a mis convecinos. No ha sido el único. No hay día en que algo de lo que leo no me haga aprender. No se trata solo de que la literatura nos distraiga o nos haga sentirnos confortables en la belleza en la que nos sumerge. Leer - leer a Dickens - nos hace entendernos mejor. Hay personas que tiene ese don, el de comprender al género humano. No sé si podemos entender a cualquier animal que parezca en apariencia persona, pero igual la respuesta está en alguna entrega de las novelas de Dickens. No es nada descabellado, ni mucho menos. Todo está en Shakespeare, dicen, pero lo que el bardo de Avon no registró en sus obras debe andar en las de Dickens. Hay pocos escritores ungidos con este don. Se me ocurre García Márquez o Robert L. Stevenson. Es una literatura gozosa, como tantos, pero a la vez que el goce es a vivir a lo que invitan. No hay mucho trecho entre gozar y vivir, puede colegirse. Ambas disciplinas van juntas, se entienden juntas. Dickens fue un observador privilegiado del tiempo que le tocó vivir. Su literatura describe la sordidez (junta a ella la miseria y la injusticia) de la Inglaterra del siglo XIX. También retrató como nadie (mi memoria es endeble, mis alcances son cortos) la pobreza y la explotación laboral. Fue quien bajó a la mina a llenarse de hollín y después se acicaló para enseñar al mundo las penurias del minero. Su propia infancia fue pobre, injusta, sórdida, mísera. Pegó etiquetas en botes de betún diez horas al día. Los domingos, su único día libre, visitaba a su padre en la cárcel de Marshalsea. Le daba la mitad de su jornal. La otra iba a la dueña de la casa en la que era acogido. Fue un niño como tantos a los que luego convirtió en protagonistas. Fue Oliver Twist,; fue David Copperfield; fue Philip Pirrip, el Pip de la inconmensurable Grandes esperanzas. Su bagaje narrativo, esa colección de vivencias, vienen de los años duros en el Londres de los barrios bajos. Leo que fue Shakespeare el que lo empujó a escribir. No se consagró a sublimar el alma humana, aunque no estoy muy seguro de eso: prefirió la denuncia, el escrutinio de una sociedad sucia, en la que la opresión y las calamidades diezmaban a la población y donde los déspotas (Scrooge fue uno, un auténtico azote para sus obreros) tienen la chimenea encendida en el crudo invierno y los pobres tiritan de frío, cuando no de hambre. De ahí su legitimidad, de ahí su conocimiento. Con todo, Dickens es el inventor de la Navidad. Ha hecho que no haya ninguna en la que su figura no ocupe algún lugar de mis recuerdos. El fantasma de su cuento es la representación más pedagógica de esa construcción a veces impostada en la que todo debe rezumar bondad y las personas nos deseamos la más grande de las felicidades. Como si fuese el mejor de los tiempos, la estación de la luz que contba en el inmejorable comienzo de Historia de dos ciudades. La empecé anoche de nuevo. Llevo un ciento de páginas y estoy absolutamente deslumbrado. No sé si como entonces. En la vida solo son necesarias las realidades, sanciona el orador con el que Dickens abre la historia. Arrancad de raíz lo demás, añade: siempre se tuvo ese gesto hostil hacia la imaginación, no hay mejor medicina contra la fantasía que la extensión cartesiana de lo real. Afuera, en la libre asociación de ideas, en la creatividad, anida el virus del fracaso, venía a contar el maestro de escuela a sus alumnos. Son tiempos difíciles y difunden de continuo que lo serán más. Seguimos escondidos. Parece una novela de esas distópicas tan de mi gusto, pero la realidad supera a la ficción, no habrá quien lo dude ahora, quizá tampoco antes, antes del advenimiento de la enfermedad y de la sensación de fragilidad que toda enfermedad contrae. Contar esa enfermedad es el propósito de mucha de la mejor literatura que hemos recibido. Dickens la daba por entregas y el público celebraba esa morosidad. Como los capítulos de las series cuando no había streaming ni canales a la carta. Fue un ferviente defensor del noble arte de entretener.
El escritor más leído de su época, el primer novelista profesional, murió de un ataque al corazón. De haber sido Dickens personaje de una de sus novelas, habría hecho desfilar por su lecho de muerte a todos cuanto le conocieron y sabríamos que darían más importancia al humor que a la tristeza. Dirían que era ocurrente o que todo el melodrama de sus obras (severo sin ambages) era una manera de que el país que amaba se viese ante un espejo. Alguno terciaría con su capacidad para extraer una historia de cualquier pequeño avatar, hasta el más pequeño, el más irrelevante. Se puede escribir una novela de cualquier cosa. Lo principal es no aburrir, imagino que diría Dickens en su cama póstuma. Si alguien se aburre, no hará nada provechoso en la vida. Hasta el mal puro proviene de un estado enfermizo del aburrimiento. Lo dickensiano, esto es, lo extremadamente pobre, atravesado por todas las inclemencias del infortunio. Si un autor sirve para que se formule un adjetivo es que ha llegado a un lugar absolutamente universal. Ahí está lo dantesco o lo kafkiano, eso se me ocurre ahora. Leo que Dickens no fue en lo privado el ser admirable que destilaba la forja de su obra: intentó encerrar a su esposa Catherine, tras veinte años largos de matrimonio y diez hijos, que no es poco, en una institución psiquiátrica en la perspectiva de que así podría cortejar (qué verbo más completo) a una joven (veinte años de diferencia se llevaban) que le había sorbido el seso. Para disculpar ese acto impropio de alguien de su talla pública, por no echar abajo su reputación, escribió una carta (conocida como "la carta violada") en la que se esmeró en airear la infelicidad de su matrimonio. Se las ingenió para que la prensa la difundiera sin que en modo alguno pareciera uno más de sus capítulos fasciculares. He aquí al Dickens misógino, al depravado, al enloquecido por el amor o por la ilusión del amor, qué sabe uno. Tampoco esa resuelta revelación de su vida privada deteriora la otra, la que depara la literatura. Es viejo ese asunto, ahora más al día, por la voracidad de los medios o por la escrupulosa nueva política de la intimidad que la globalidad digital está tendiendo como un cáncer. Dickens fue hijo de su tiempo y contendría, como cualquiera, su parte entenebrecida, su alma negra como un barreño de carbón. Chesterton declaró su amor y su deuda a Dickens. Su deliciosa colección de ensayos El espíritu de la navidad te puede hasta hacer que la ames y acabes por creer. La navidad es la pervivencia del pasado, escribió el gran Chesterton. Algunos alimentados de cine creemos que Frank Capra hizo la declaración navideña más popular, con permiso de Mariah Carey. La muerte de Dickens en 1870 hizo decir a una niña si las Navidades acabarían también. Ese era su poder entre el público. Se le reprocha que sus argumentos buscaran siempre el beneplácito de sus entusiastas y fieles lectores. La novela por entregas, de la que fue creador y maestro, no condescendía al sesgo autoral de quien tiene libertad para hacer y deshacer a su antojo. Se debía a ellos. Su compromiso era hacer que el mundo fuese un mundo mejor, aunque usase la penuria como argamasa de sus ficciones y el mal campase con severidad por las calles.
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