No es verdad lo que ves, todo está confiado a que los ojos sepan mirar y no siempre saben. Han sido crédulos, se han acostumbrado a asentir. A poco que miras de cerca, cuando se asienta la imagen en tu retina y se produce el fogonazo de la visión, descubres que todo ha sido precipitado o que, si cierras los ojos y los abres de nuevo, lo que antes creíste ver ha mutado en otra cosa, ha dejado que una brizna de su presencia (plástica, corpórea, material, sensible) se haya desplazado y adquirido otros matices, ninguno previsto, ninguno tangible. El juego comienza cuando se te ocurren todo ese montón de preguntas, pero lo más divertido de ese juego es que no importa la calidad de las respuestas. Cualquiera vale, todas convienen. Es bueno interrogar la realidad, interrumpirla, ponerla en un aprieto, no dejarnos convencer por lo que nos ofrece. Hay una distorsión en esa poética de la mirada, en ese finalidad filosófica, si se quiere, en la que no vale la imagen (real o fotografiado o dibujada) sino la idea que esa imagen otorga, la tentativa (por pequeña que sea) de que la impresión plástica sea falible y haya que transfigurar su evidencia (las figuras, los colores, el trazo) para que la hagamos nuestra. Hay que añadir otro matiz: esa propiedad no es duradera, ni tampoco fiable. Hay que transgredir, hay que ir más allá, hay que confiar en los ojos del interior, no los evidentes, los que registran la luminosidad (con su cromatismo, con su perspectiva) y envían la información al cerebro, para que éste lo convierta en perceptible, en cosa traducida, en verdad. Qué será eso de la verdad. Lo onírico, lo fantaseado, todo cuanto da desconfianza, en cambio, permite entender, permite observar sin que nos engañe la vista. Qué paradoja. La imagen estaría entonces alterada, se vería noviciamente, como si no hubiésemos entendido nada y se nos encomendará entender.
El surrealismo es esa euforia de los sentidos en la que los hacemos descansar de la rutina y les apremiamos a apropiarse de la nueva realidad. Es también lo más parecido que tenemos a la libertad con la que recorremos nuestros sueños. Confiamos en las imágenes surrealistas porque nos hacen pensar o nos hacen divertirnos. Tal vez pensar, al cabo, sea un ejercicio alegre, quién sabe. Hay quien cree que una mesa es siempre una mesa o una nariz, una nariz. Cortázar lo contaba en Las armas secretas: curioso es que la gente crea que tender una cama sea exactamente lo mismo que tender una cama. . Un surrealista sostiene que la belleza proviene del encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas. El amable lector puede cambiar la máquina de coser por una manzana y el paraguas por un iPhone de última generación. De hecho, Magritte juega con todos los objetos que concurren alrededor suya. Incluso convoca a los que no tiene a mano, pero conoce bien y sabe qué puede extraer de ellos. Por eso hay árboles gigantescos sobre los que pacen sumisas nubes blancas enraizados en una mesa blanca o hay un hombre y una mujer besándose y una tela blanca les tapa completamente la cara o hay una pipa, que es una pipa y no puede ser otra cosa que una pipa, dibujada convencionalmente, sin demasiado esmero, pongamos, bajo la cual se lee que no es una pipa. A mí me encanta el Magritte que tiene ocurrencias divertidas, las que se ocupan de desbaratar mi primaria y cartesiana propiedad de la realidad. Curiosamente es esa pintura la que más me conmueve. Quienes saben de Magritte dirán lo que se les antoje decir, pero yo (menos versado, movido sólo por el entusiasmo de la contemplación artística) busco el placer hedonista, la alegría de las imágenes.
Adoro el Magritte que piensa en sirenas y dibuja un pez con medio cuerpo de mujer o una mujer con medio cuerpo de pez o el que se dibuja a sí mismo pintando un pájaro, pero es un huevo el que le sirve de modelo o el Magritte de los cuadros en los que hay cuadros de paisajes cuyas nubes exceden la dimensión estricta del cuadro. Amo las casas iluminadas y los faroles que las custodian que Magritte dibuja como si no fuese un dibujo, da la impresión de que lo que miramos es una fotografía. Se trata, en todo caso, de hacer que las imágenes hablen, cuenten una historia, pero ha de ser una historia extraña, ninguna historia que podamos entender, sino las más anómalas, las que contienen la suficiente cantidad de extrañeza como para buscar palabras que la expliquen. Es sabido que a todo se le pretende dar verosimilitud y que todo tiene que articularse en un discurso cabal y mensurable, pero Magritte dibuja botellas hechas de nubes o eleva sobre un mar una piedra ovalada de tamaño descomunal sobre la que se observa la figura precisa de un castillo. También (que recuerde) hay sillas con cola de león y manzanas sobre las que hay mesas. No hay que creerse nada o hay que creérselo todo.
La naturaleza del surrealismo (y la de Magritte) es impura, es maravillosamente impura, aborrece de cualquier control o de cualquiera idea que pueda ser prevista y catalogada y medida y más tarde expuesta. Magritte es simbolista, es anárquico, es un poeta que prescinde de la sintaxis y de los vocablos. Como un Lorca con lienzo. Es cosa de aprender a mirar. Adentro está el misterio, la parte irracional, la zona que produce extrañeza. La que debió sentir el pintor cuando, siendo joven, vivió el suicidio de su madre (se arrojó a un río) o cuando la cercanía de un ataúd (un amigo de su padre los fabricaba) le animó a usarlo como lecho durante una tarde. Si el arte es la evocación del misterio, la realidad lo cancela. De ahí que Magritte busque desubicar el objeto o comprometer nuestra comodidad. Todo por enseñarnos a mirar. Por inquietarnos. Por hacer irreal lo que siempre tuvo cartas de real y, en ese trampantojo, en esa inquietud de los sentidos, transgredir la verosimilitud, transfigurarla, hacer que el poder taumatúrgico de las imágenes desplace al matemático, al que se deja conducir por la razón. No la hay, es inimaginable que todo sea tan como es, es preferible que el delirio lo devaste y una nube se incruste en la espalda de un hombre o un castillo se erija sobre una piedra de dimensiones descomunales que flota sobre un cielo azul sin dueño.
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