Poe nombra a los alados serafines del cielo en su declaración de amor a Annabel Lee. Los serafines, en la escala celestial, están en un peldaño superior a los querubines. No contaminados de las humanas pasiones, sorprende que estos ángeles tengan celos de la hermosa Annabel Lee, la que se llevó un viento en una oscura noche, la que reposa en un sepulcro junto al mar ruidoso. No habrá amor más poderoso, ninguno en el que el amante repose con la amada durante las noches cuando arrecien las olas en las rocas y haga frío en la tenebrosa noche. Quizá por eso aquel viento le heló el corazón, sospecha el poeta. Por ser un amor más grande que el amor. Por rivalizar con la pureza de las armonías arcangélicas. Ya no hay amores como el del poema de Poe. No hay Poe. Da pena pensar en él, en su desdicha. Es una pena de poco peso. A veces cree uno que el mismo Poe es un personaje de Poe. Lo es Annabel Lee o William Wilson o el mismísimo Arthur Gordon Pym. Cuando se lee mucho (nunca se lee mucho, es un decir eso de leer mucho) uno cree que el autor es también una parte de la trama. Se inmiscuye en ella, se impregna de todas. Una de las cosas que deberíamos hacer es renunciar a las biografías. No sirven para nada, sólo entorpecen el curso de la literatura. Annabel Lee siempre estará muerta en nuestra memoria. Poe siempre estará delirando por las calles de Baltimore. El poema de amor más hermoso de la literatura o uno de ellos, al menos, permítaseme, es también uno de los más tristes. Es un epitafio. El amor y la muerte, el Eros y el Thanatos del recurrido Freud, pueblan la literatura, la conforman al modo en que ocupan la vasta geografía de la vida. Al final todo es un recuento febril (y gozoso y terrible también) del tránsito por los días. Gracias, añado, a la impagable canción de Radio Futura. Fueron grandes.
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