"Sé, de una manera visionaria, que moriré de poesía. Esto no lo comprendo perfectamente, es vago, es lejano, pero lo sé y lo aseguro."
"Ahora sé que cada poema debe ser causado por un absoluto escándalo en la sangre. No se puede escribir con la imaginación sola o con el intelecto solo; es menester que el sexo y la infancia y el corazón y los grandes miedos y las ideas y la sed y de nuevo el miedo trabajen al unísono mientras yo me inclino hacia la hoja, mientras yo me despeño en el papel e intento nombrar y nombrarme."
Alejandra Pizarnik, Diarios
I
Siempre hay gente que jalea a los atormentados. Los animan al exceso, les piden una cabriola más, la descripción del infierno que ven desde la bruma, el paisaje de la desolación. No pudo Alejandra Pizarnik terminar ninguna rendición fiable de todo esas exigencias intelectuales: una sobredosis de seconal, un psicotrópico al que se hizo adicta, contradijo una frase suya, bien aireada, oída y leída incluso en algún bar, hace no tanto tiempo: "Escribo para no sucidarme". Antes del derrumbe, de la sublimación estética que supone un suicidio para un artista, Flora Alejandra Pizarnik lideró un movimiento de frescura en la Argentina de los 50. Después se fue al París de sus autores favoritos y regresó a Buenos Aires ebria de letras y hastiada de vivir en un desencanto perenne. Su poesía es un canto amargo a esa existencia tristísima. Releí anoche, nuevamente, algunos poemas suyos sueltos. Tardé en dar con el único libro que tengo: estaba cerrado por una fila de libros en una estantería alta, la más alta, la que linda al techo. Ahora le he dado un puesto de más fuste. Se ve el lomo, se deja querer más. Volveré a sus poemas cuando entre aquí en donde están mis libros y mis cosas y me dejaré caer por su depresión, por su lirismo quemado, por toda esa evidencia de cáncer en las palabras. De alguna secreta y no razonable forma sale uno pletórico tras la lectura, tocado por la gracia de la palabra. La poesía, dice ella, es un escándalo en la sangre. Debe ser cierto. Al final la jaula se ha vuelto pájaro.
II
Hay consignas invisibles, maneras de conducirnos sin que se aprecie que nos conducen. Basta percatarse una vez para que estemos después permanentemente alerta. Es lo que yo llamo la vigilia de la desconfianza. En cuanto nos dormimos, bajamos la guardia, dejamos que nos lleven y nos traigan por ese territorio huidizo. Los sueños son probablemente el lugar en donde somos verdaderamente nosotros mismos, donde se nos encuentra más fiablemente. En la vida real, en las horas en que no estamos durmiendo, no conviene perder de vista esa desconfianza, la misma que uso en estos días de verano en que uno no está en casa y busco afuera el alivio de lo nuevo, esa sensación de extrañeza que en ocasiones proporcionan los viajes, las camas nuevas, las habitaciones en donde depositamos las maletas y en donde concebimos un universo transitorio de equilibrio dentro del caos. Porque hay que amar el caos, hay que buscarlo incluso sabiendo que puede malograrnos, atropellar la parte de armonía a la que nos inclinamos a diario, en la creencia de que es buena y que nos va a hacer más felices. La felicidad está también en las afueras, en la periferia, en el espacio que no se conoce, observando las peripecias de los demas para encontrar esa felicidad, dejando que todo lo que uno ve penetre, se encastre adentro, permita que el alma (esté donde esté) salga de su estancia lirica, vuele un poco, adquiera altura y nos permita contemplar el paisaje sin la contaminación de lo pedestre. Todo esto se me ocurre hoy, a pie de playa, mirando ahora mismo gente zambulléndose en una piscina, charloteando cosas que llegan desde lo lejos, fragmentos de otras vidas, asuntos que también acuden aquí, mezclándose con los míos, modificando en una parte su singularidad, como si en la trama de esta pequeña representación teatral hubiese un narrador fabuloso que trenzase de aquí y de allá los hilos con los que todos nos vamos moviendo. Las consignas son ahora visibles: cojan un poco de bronce en la piel, tiéndanse en la toalla, abran un libro (estos días la alta poesía de Pizarnik, otra vez) y miren las nubes, allá arriba, contribuyendo de forma espléndida a la riqueza del atrezzo.
III
Alejandra Pizarnik es la primera poetisa maldita en que he pensado. Podía haber caído en la cuenta de los Panero o de Bukowski (ambos traídos aquí recientemente) o de Emily Dickinson. Los cuatro franceses, Artaud, Mallarmé, Rimbaud y Verlaine, podrían satisfacer cualquier intento de contar qué es ser maldito, pero la Pizarnik (a mi amigo P. le gustaba decir la Pizanirk) es mi favorita. No sabía de pájaros, ni de fuego, pero su alma volaba y su cabeza ardía. Fueron 50 pastillas de Seconal lo que se metió cuando el alma voló demasiado alto o cuando la cabeza ardió y no supo o no quiso apagarla. Me viene ahora (escribo de memoria, no ando escribiendo ninguna biografía, sólo improviso) que le encantaba el sexo, el de su género y el del contrario; que estudiaba volcánicamente, sin orden, por encontrar los secretos de la existencia o por estar cerca de quienes los descubrieron; que Cortázar cuidó de ella y ella no se dejó cuidar; que Octavio Paz dijo que era libre como no lo fue nadie; que leía con voracidad a Novalis y que esa afición hizo que yo lo leyese también hace muchos veranos. Sé ésas y más cosas, pero me duele entrar en ellas, me afecta, siento que su padecimiento es el de cualquiera que haya sentido la fragilidad del mundo y se haya creído la suya propia. Hay una línea que une al que la lee con ella misma, aunque hace casi cincuenta años que no esté en el mundo. Leer poesía (leer, en general) es convertirse en poeta, en notario de la belleza. Uno se reconstituye en poeta cuando el poema se impregna y se ven sus costuras, el abismo que ha abierto delante nuestra. Los de la Pizarnik son poemas malditos porque hablan de la locura y de la muerte, expresan con absoluta veracidad el compromiso interior con el desfallecimiento, con la enfermedad, con el roto pulso del corazón de las cosas, por decirlo un poco a su manera. La Pizarnik fue obscena de primera mano, no fue influida por los libros, la inspiró el Paris surrealista, el fallecimiento de su padre (asunto capital en su vida) y el veneno de la carne, el mismo que cantaba Baudelaire en Las Flores del Mal, el poeta embriagado, el atormentado, el volcado en cuerpo y en alma en dejarse perturbar, en aceptar que únicamente en ese estado de perturbación la vida es soportable y la escritura, la que no nace de la felicidad, puede acometerse sin pudor, libre, libre como hasta entonces nadie lo había sido tampoco. Borges dejó escrito que su destino era literario: que lo malo que cruzara su existencia se convertiría tarde o temprano en palabras, que la felicidad era un fin en sí mismo y no era preciso de ninguna manera contarla, verterla en párrafos o en estrofas.
IV
Hace falta estar un poco ido para que los demás digan que se está de verdad maldito. Quizá no valga la pena. Hay poetas de poco recorrido que tuvieron vidas excéntricas, de las cultivadas a conciencia para adquirir la experiencia que produjese los versos más perturbadores. No vale la pena la poesía si la alumbra el desquicio: no vale la pena escribirla, sostengo. Otro asunto es asomarse a quienes perdieron la cordura o la dejaron atrás y acometieron la empresa de escribir sobre sí mismos y sobre el mal que los devasta. Se asoma uno con cuidado, teme caer, cree que podría ser posible abatirse, abrazar las causas terribles que exhibieron ellos, los malditos. Leí a Baudelaire cuando estudiaba en la Universidad. Es la época perfecta. En ella se concilia el descubrimiento del mundo, el del amor más puro, el del sexo más sucio y el del ansia por saberlo todo y en todo tener opinión y parte. Que ahí, en esa fiebre, entre Baudelaire o Artaud o Leopoldo María Panero (al que leí muchos años después) puede pasar factura o puede integrarse en el arrimo de todas esas otras cosas que conforman la personalidad de uno, la que más tarde paseará en la edad más adulta, cuando se hace uno responsable, se casa, trae hijos al mundo y trabaja lo mejor que puede de nueve a dos. Un poeta, maldito o no, no descansa, trabaja a destajo, tiene la responsabilidad de contar el mundo, a él se le encomendó la restitución de lo invisible, todo lo que no aflora y florece. La jaula se ha convertido en pájaro. Cada poema debe ser un escándalo en la sangre. Con esa sentencia valdría.
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