1
Todos los niños de Londres aman a Peter Pan. No es algo que se advierta siempre, ni sucede con la fiereza con la que el amor se manifiesta en otros episodios suyos, pero es una verdad inamovible. Lo aman sin saber que esa entrega existe. Están fascinados sin conciencia del hechizo. Se esmeran en su embrujo. Todo por no crecer, todo por cancelar el yugo del tiempo, su veneno dispensado con morosa lentitud, su trampa de días y de noches.
2
Wendy es un ángel, Campanilla es un hada. Los tejados de Londres cubren la residencia de los que desoyeron al corazón y crecieron sin conciencia del milagro inverso, el de la cruenta cuenta de las responsabilidades. Es mejor no crecer, ser niños todo el tiempo, no pensar en nada que arruine esa bondad, la de la edad sin edad.
3
Peter Pan es el dios juguetón y caprichoso de los juegos de la infancia. Los tutela aunque no se perciba su presencia alada y hermosa. La primera interrupción de la vida coincide con el final de los juegos.
4
Nunca Jamás existe. El capitán Garfio existe. También todos los cocodrilos que se empecinan en arrebatarle la mano sana. Garfio es el diablo, Garfio es la némesis oscura del niño, no importa cuál, cualquiera cuenta, todos valen, ninguno es ajeno a la llamada de las tinieblas.
5
Crecer es una tiniebla consentida, la del adulto que recuperó su sombra y la pasea sin saber que la sombra es el enemigo, el vigilante eficaz.
6
Peter Pan es también un síndrome. No sé si universal y aplicable en toda circunstancia. Se percata uno a diario, a veces en carne propia. No es no desear haber crecido exactamente. Más bien es entender, ni siquiera dolorosamente, que todo lo que ha venido después ha sido un poco sin la voluntad explícita del propietario, acuñado con vértigo, inapelablemente.
7
Todos somos niños perdidos. Ojalá sea así, no hay mejor manera de crecer que hacerlo a capricho, sin que intermedie el concurso ajeno, el no pedido.
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