Debo tener discos como para escuchar uno diferente al día en los próximos treinta años, lo cual me hace pensar que tengo más discos que vida para escucharlos, ojalá pueda equivocarme. Con los libros el asunto discurre por la misma sensación de saturación. No sé si estaré en este mundo esos treinta años requeridos. Escribir una cifra (treinta, cuarenta) es una manera de hacer un cierre tras el que cualquier estadística será un borrón, un dato que manejarán los demás y del que no tendremos propiedad alguna, pero no era la metafísica el motivo de este texto. Sigo: podemos canjear el jazz de los discos por el número de películas. Se tarda menos en ver una película que en leer un libro. Gana, en ese recuento del tiempo, el disco. Algunos no pasan de cuarenta minutos. No hay vida para que todo lo que nos ofrece pueda ser asimilado, asumido, consumido, amado. Un participio y otro más, así hasta que te das cuenta de que uno bastaba, pero no vas a corregir la frase, no lo has hecho nunca, por qué ahora. Lo del tiempo es un asunto curioso, por lo menos. Hace un par de sábados, en una charla informal con gente a la que veía por primera vez, llegamos a la conclusión (unánime, creedme) de que el decurso de una vida no permite convidarse uno (creo que esa fue la palabra, tal vez la invente ahora) de todas esas cosas que nos hacen lujuriosamente felices. El adverbio lo decido yo ahora. Uno ponía énfasis en la cosa coleccionista. No voy por ahí yo, le repliqué. No es acumular por el hecho de acumular; podría estar en un error, quién podría asegurar nada. Hay días en los que el trasegar con las cosas me priva del tiempo necesario para la ingesta de uno solo de esos discos. No tengo cuarenta minutos. Mucho menos, dos horas, que es lo que dura una película, arriba o abajo. Ayer escuché enteros el Sgt. Pepper's de los Beatles y A night at the Opera de Queen. Qué feliz fui. Lo de los libros funciona en otro plano del tiempo. En algunos se ocupan días. Si se interponen obstáculos, puedes llegar a la semana. Dos, a veces. Recuerdo leer una novela en el plazo de dos días. Eran otros tiempos. Llegabas a casa y sólo había novela. Ella y yo. Podías acomodarte en tu sillón favorito, no hace falta que sea de orejas, y perder toda noción de la realidad. El libro la suple. La historia que cuentan se convierte en la historia que vives. Se me ocurren varias formas de subsanar esta paradoja. La primera consistiría en tomar con firmeza la determinación de no continuar alimentando la colección, pero cuesta evitar la tentación de estar al día, de no saber cómo es el último disco de Bruce Springsteen o el de Paul McCartney. ¿Y Woody Allen? ¿Hay alguna película suya que no haya visto? Creo que no, pero este hombre es una máquina incansable y, por lo que he ido viendo, un poco gastada. De verdad que no soy capaz de vivir ajeno a estas golosinas livianas. El problema está en no saber imponer un orden o incluso el problema está en no querer imponerlo. Es posible que ni exista disfrute cuando se van acumulando los discos que escuchar, los libros que leer, todas esas cosas hermosas que nos hacen sentir más adentro la felicidad o la alegría, no sé bien con qué quedarme. Tengo un buen amigo al que no le preocupan estos asuntos: los considera cavilaciones burguesas, de la criatura ociosa en la que me siento bien y a la que saco a paseo en cuanto puedo. No hay cosa en el mundo que me gusta más que afincarme en la barra de un bar y charlar sobre la cantidad de películas húngaras que puedes encontrar en Filmin. Una joya, Filmin. Dinero inmejorablemente gastado, por otra parte. Cuando el móvil me informa de que hay alguna cosita maravillosa, entro en una especie de estado de ansia que no haga decaer hasta que me acomodo en el sillón (el de orejas ahora) y dejo que me cuenten. Qué hermoso es eso de que otros te conforten. Tienes ese privilegio. Que alguien a quien no conoces y a quien probablemente nunca vayas a conocer te haga sentir inmensamente feliz por haber escrito algo inmensamente bueno. La literatura entera es ese viaje desde el corazón de un fantasma al tuyo. Yo soy el agraciado en el tránsito. Me dejo ir, me abro cuanto puedo y dejo que se me perturbe. Una vez y otra vez. Muchas veces. Si un día no se produce ese milagro, si nada me alivia ni me conmueve, es un día perdido. Podrá tener otras bondades que lo salven, pero a lo que yo aspiro es a que ninguno esté huérfano de esa pequeña o grande revelación. Son eso: revelaciones. Algo que no conocía ha pasado a ser algo de lo que ya no puedo desprenderme: es parte de mí, me sigue, hasta me modela y nutre. Y tal vez dé igual que no tengamos treinta años para escuchar todos esos miles de discos de nuevo. Es posible que no vuelva a escuchar la quinta de Mahler con su hermosísimo Adagietto o que no regrese a París con La Maga o que Poe no me cuente de nuevo la historia del corazón delator. Hay tanto que leer, hay tanto que escuchar, hay tanto que ver, hay tanto que amar.
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