23.1.22

23/365 Joe Pass

 



La idea de que este excepcional hombre no hubiese existido (eso entra en lo normal, no requiere excesivas maquinaciones del azar) me afecta de un modo extraordinariamente íntimo. En los planes de ese azar puede suceder que haya simulacros de Joe Pass, incluso buenos simulacros, pero es el original el que contribuyo a que yo fuese más feliz y todavía hoy (tantos años después, no sé, casi cuarenta) sigue participando en ese asunto no desdeñable, el de mi felicidad. No hay vez en que, al escuchar cómo rasga la guitarra, no sienta que el mundo cobra una especie de armonía de la que carecía antes de que empezara a rasgarlas. Como soy por natural descreído y no tengo inclinación a deleitarme con coreografías cósmicas, no me extenderé en esa sensación de plenitud poética en la que mi satisfacción está conectada con el cosmos y ambos dos se entrelazan exquisitamente y parece hasta que copulan al compás de las piezas de este singular y adorado caballero. Si sigo en este hilo etéreo, me veo emulando a cualquier coehlo de turno (déjenme ponerlo con minúscula). Joseph Passalaqua empezó a tocar profesionalmente a finales de los cuarenta y no dejó de hacerlo hasta mediados de los noventa, cuando murió. 


Conocí a Pass en la portada de un disco (creo que Virtuoso) de segunda mano, cogido al azar (ya es la tercera vez que lo nombro, veremos cómo acaba esta semblanza) y súbitamente, por alguna razón que luego se esfumó, apreciado. No tenía ni idea de qué música alojaba, pero sentí que todo era proclive a esa comunión caprichosa. Me lo llevé junto con unos cuantos más (recuerdo que Chet Baker y Louis Armstrong también iban en ese lote de vinilos) y recorrí el feliz camino de vuelta a casa con la sospecha de que aquellos discos me contarían cosas hermosas. Porque la música, cuando se escucha con atención y se entra en ella, es una narradora formidable. Al discurrir de los años, no he dejado de acudir a este hombre cada cierto tiempo. Lo que toca tiene la facultad de trasponerme, eligiendo la acepción de colocarme en un lugar alejado del que en principio gozaba, como si el cuerpo (no especialmente liviano el mío) sufriera una alteración cromosómica y se descompusiera y volviera a componer en otro lugar o, más mágicamente aún, en el mismo, pero después de haber recorrido un considerable trayecto. Ya digo que puedo incurrir en describir mapas estelares y me voy a arrepentir después si me da por hacer lo que nunca hago: releer lo que escribo. 


De no haber sido alumbrado, en el hipotético caso de que la madre de Joe Pass hubiese tenido un traspié antes del parto o que en ningún momento la pareja de amantes hubiese sublimado el acto del dulce apareamiento, la vida de este escribidor hubiese sido otra, tal vez no excesivamente más dramática, pero no me cabe duda de que algo precioso y disfrutado me habría sido arrebatado. Quién sabe la de cosas que no habré gozado por el imprudente concurso del azar (ya van cuatro citas), quién podría enumerar ese listado de placeres retirados que nos rebajaron, reducido a otra cosa, el insobornable júbilo de la existencia. Una apreciable parte de la mía está emparejada con la de este hombre. La de horas que habremos pasado juntos. Él siempre en ese plan intimista, sin la vocación hostil de otros, todo mansedumbre y elegancia. Me he sentido más que bien dentro de sus discos. Cuando se ponen en ocasiones díscolos y adversos los días, en esos instante de desamparo, ustedes ya me entienden, Joe Pass me consuela como casi ninguna otra cosa. Su virtud es la de aquietar el ruido, apaciguarlo hasta que fluye con la delicadeza de un rumor. Tiene esa habilidad este señor con aspecto absolutamente convencional y vida sencilla de obrero del jazz. Hay quien se levanta a diario para hacer pan o enseñar inglés en una escuela y quien lo hace para extraer de una guitarra poemas dulces, sonidos que invitan a sentir que vivir es maravilloso. No sé decirlo de otra manera. El disco inaugural, el comprado en la tienda de segunda mano, fue Easy living, uno a dúo con Ella Fitzgerald, del mítico sello Pablo Records. Luego vinieron los discos en directo de Montreux, Newport o Concorde, los "Virtuoso" y uno que me sigue pareciendo el más íntimo y personal titulado Intercontinental. Están todos a recaudo. Los miro, me dejo llevar, paseo con ellos. Joe Pass, un hombre sencillo y excepcional, cuándo separaron esos maravillosos adjetivos. Sencillo y dulce. La suya es una música que no se extravía. Va por un camino que podemos seguir. Sus ejecuciones magistrales contienen ese virtuosismo que no alardea, una especie de discurso perfecto del que no percibes perfección alguna, sino que todo avanza con naturalidad, con la sensación de que debía hacerse así y que así se hizo.


A otros guitarristas que tocan a su manera a los que admiro no les profeso la misma devoción. Voy de una palabra a otra (adoración, devoción) como si una u otra pudieran explicar lo que siento. Como si escribir valiese para algo. Lo que de verdad aprecio en Joe Pass es su cercanía. Cualquiera podría haber sido Joe Pass si se le hubiese bendecido con su mismo don. Me imagino a Joe Pass en una barra de un bar, esperando a que se le llame. Sube, Joe. Es tu turno. La banda espera. Y allí estaría Oscar Peterson al piano o Ella Fitztgerald probando voz en un micro. No pudo, seguro que esa espinita le dolió toda la vida, tocar con su guitar hero particular: Django Reinhardt. Hizo de Django hasta que fue Joe. El alumno igualó al maestro. No entremos en escrutinios y en balanzas. Uno de sus discos que más he escuchado es Simplicity. No contiene grandes standards, pero es de una belleza arrebatadora. Toca el alma. A veces no se la escucha nítidamente cuando acompaña a estrellas rutilantes del jazz y sólo le dejan hacer un solo o llevar el acompañamiento de las cuerdas, pero qué discos en solitario, qué extraordinarios (y qué sencillos y qué milagrosos). El jazz tiene en ocasiones obreros estajanovistas como Joe Pass. Hacen su trabajo a diario. Salen de casa, toman un taxi al aeropuerto, vuelan a otro continente, se montan en otro taxi y se alojan en un hotel. No visitan Copenhague o Estocolmo o Tokio. Van de la habitación al escenario. Allí obran el prodigio y luego deshacen el camino y regresan a casa. Su casa es el mundo. No tienen una propia en la que sentarse y pensar qué han hecho de sus vidas. Les debemos tanto. 


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