Anoche soñé que volvía a Manderley. No hace falta que tenga un registro de la visita, no se precisa el concurso de la certeza, tan cabal ella, ni nada verosímil traído de allí al despertar, no sé, el olor de alguna de las alas vacías (las grandes mansiones tienen la costumbre de adoptar olores, se las puede reconocer por ellos) o el recuerdo (nítido y ominoso) de la señora Danvers, portando un quinqué por un ala de la mansión iluminada por los rayos de una tormenta. Luego vendrá el descubrimiento de la verdad y la decisión de confiar al fuego la memoria de las cosas. En el depósito firme de ese sueño no se me reveló la razón por la que el agria ama de llaves adora como lo hace a la finada señora De Winter, a la Rebeca del título de la novela de Daphne du Marier y de la película de Alfred Hitchcock. Ni uno ni otro desearon contar nada más allá de lo sucintamente preciso. Ella representa el mal, en eso estuvieron los dos de acuerdo. El mal como una forma precisa de comportamiento, el mal oscuro y aristocrático, el mal como una de las formas más logradas del odio o se puede decir a la reversa. Porque la señora Danvers odia con absoluta credibilidad. Se aprecia ese odio en cada una de las tomas en las que podemos ver más de cerca su desquiciado rostro. Nadie va a ocupar el lugar de su niña bonita, la que aparece tiempo después, la pobre, muerta y varada en la costa, como una sirena. Hará cuanto pueda para que fracase el segundo matrimonio del señor de la casa, que es un elemento accesorio. Es la señora Danvers la que custodia el recuerdo de su señora, la que no permite que nadie se vista como ella, la que (llegado el caso) hará (atención, spoiler) que la mansión sea pasto de las llamas. Siempre que uno ve arder Manderley siente que no era real. Arde como si fuese producto de un sueño. No es que anoche soñáramos con Manderley: es que no existe Manderley, es una invención, forma parte de la ficción de los sueños, una quimera de fuego. Ella es maldad de la buena; nosotros, el objeto lento de sus desquicios. No habrá mansión, no digo ya una que arda hasta los cimientos, en la que no esté ella, la ama de llaves celosa de su dueña, quién sabe si secreta o públicamente enamorada de ella (Hitchcock no lo cuenta, du Marier tampoco) y que no tiene miramientos para preservar ese amor por encima de todas las circunstancias.
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