No haber sido nunca Vladimir Horowitz, no haber tocado las seis sonatas de Scarlatti o la tercera consolación de la balada en fa menor de Chopin o una polonesa de Rachmaninov vestido de negro riguroso.
No haber sentido la unánime admiración del público y haber regresado al hotel con el corazón henchido y el alma colmada.
No haber podido conciliar entonces el sueño, cerrar los ojos y no pensar en nada o pensar en algo de un modo difuso, poco nítido, con la consistencia más débil posible, la que invita a que la conciencia cese su vértigo y su fiebre.
No haber escuchado el eco de todas las piezas tocadas, repasar cada pulsación en el teclado, el eco de la melodía yendo y viniendo del aire a su cabeza.
No haber sentido el peso del mundo, que es amor, notar que lo abraza y dormir escuchando la palabra de Dios, que es como el ruido que hace el universo cuando respira.
No haber sido una vez, aunque sea una única vez, Ronald Reagan y haberle entregado la medalla de la Libertad en la Casa Blanca en 1985, después de haber tocado en el Carnegie Hall.
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