28.1.22

28/365 Randy Newman

 




Got some whiskey from the barman,

got some cocaine from a friend, 

I had just to keep on movin'

'til I was back in your arms again.


Guilty, Randy Newman



Randy Newman es una anomalía, una fractura del sistema que se ha ido consolidando en el paisaje hasta pasar desapercibida. En todo caso, Randy Newman es la referencia absoluta del consumidor de anomalías, de quien pasea a la caza de lo asombroso, de lo que no se amolda a la rutina y se esmera en la disidencia, en lo puramente creativo, en lo sencillamente sincero. Randy Newman es uno de los más sinceros músicos que yo haya conocido. Quizá haya otros y lo sean en más agreste escala, pero uno tiene sus debilidades y este tipo, al que el azar no le premió con su físico o un rostro con carisma, que no se arrimó a las alfombras de la fama ni a los mercados de la pasta gansa, se ha granjeado el aprecio de una hueste fiel de feligreses de su arte.


Quebradizo, esquivo al ruido, como sacado de un tugurio con micrófonos que huelen a cerveza, amigo de cientos de camareros, gourmet del bourbon y de las resacas, Randy Newman oficia como pocos la litugia del artista que enreda hasta extremos a veces insoportables la ley invisible que ensalza el arte y destruye al artista. Rilke lo escribió hace mucho tiempo: Todo a lo que me entrego se hace rico y a mí me deja pobre. Uno se imagina al genio contratado en un local en unos de esos sábados por la noche que el cine americano ha elevado a la categoría de género en sí mismo.


No busque el amable lector optimismo. No está la fragancia dulce del pop que ameniza los viajes por carretera, consumiendo kilómetros, superando pasiajes. El escenario perfecto para degustar la obra de Randy Newman es justamente ésa: la del bar comido de humo de tabaco, alegremente ocupado por una clientela tan quemada como el encargado de hacerles olvidar la costosa travesía de los días. Por eso a Newman se le emparenta con la noche, con lo oscuro. De letras estremecedoras en ocasiones, ungido por el desencanto, Newman se ha convertido en un fijo de las galas de Hollywood. Pero no sospechen que ese desliz burgués le haya borrado un ápice la sonrisa tabernaria, la creencia en que sólo es posible crear canciones de amor cuando el corazón está destrozado o cuando te han dejado solo, arrumbado en la barra de un bar o sentado frente a un piano, servida ya en la madera la copa, habiendo llamado al numen y recibiendo a golpes de ginebra barata ramalazos de talento, puros espasmos de inspiración.


Tiene un asombroso parecido al noble gremio de esos seres grises, impersonales, exentos de glamour que pasean las aceras, entran en la librería y compran al lado nuestra el mismo libro que estamos comprando nosotros. Pero Randy Newman es un genio, uno de perfil bajo al que le incomodan las efímeras volutas de la fama y que no saca un disco cada año ni está en la lista de esa gente influyente tipo Bono a los que la MTV secuestra, explota y desecha. Uno de esos tipos maravillosos que están tocados por la secreta varita de la inspiración y facturan canciones hermosas que contribuyen a la felicidad ajena. En gran medida, el romántico de Newman sólo busca ser un crooner y pasear su escasamente fotogénico garbo por el Caesar's Palace de Las Vegas o venir a Marbella y tocar en alguno de esos hoteles de muchas estrellas a donde acuden, en verano, George Benson, Julio Iglesias o Lionel Richie, astros del firmamento del pop o del jazz o de lo que les apetezca hacer, aunque infinitamente menos accesibles y de un repertorio infinitamente menos sentimental. Lo que canta Newman es la purga de su corazón herido. Lo que hace Lionel Richie, al que le acepto algunas canciones de su esplendor post Commodores, es la rendición profesional (no lo duden) de un puñado de temas ajenos, universales, tan eficientes como huecos, que arrasan en las radio-fórmulas y topan el Billboard. Newman jamás ha vendido millones de discos. Igual le apartó del estrellato su excesiva filiación a sus vicios. Los mismos que a tantos antes e idénticos a tantos por venir. No quiso ese estrellato al que otros de su generación (otros con su talento también) encontraron, yendo a por él o dándose de bruces, sin anhelo ni conciencia. Newman es uno de esos tipos de una normalidad abrumadora. Carece del carisma con el que probablemente hubiese sido algo más que un señor sencillo con unas pocas ideas geniales de vez en cuando. Porque no fue prolífico, ni falta que le hacía. 

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