A Frida Kahlo se le negó el cuerpo. Lo quería para ser madre y no lo fue nunca. Tuvo un cuerpo inútil, a decir suyo: un cuerpo desobediente. Lo escondió en una cama, lo guardó de los demás, lo miró con desdén y dejó que lo amaran por ver si emergía algo limpio y algo hermoso, por si los amantes casuales lo hacían renacer, todo para que no le tuvieran lástima. Por si el dolor se desvanecía. Frida era invencible de cuello para arriba, era la mujer valiente en una época en que la valentía costaba más que ahora, pero no alcanzó la maternidad, no se la concedieron. Tampoco la bendijo la salud. Arrastró quebrantos y pesares una vida entera. Se quedó encinta dos veces y las dos se malogró el prodigio de que su cuerpo, el cuerpo roto, alumbrase otro cuerpecito. Vida desde lo que no parece que la tenga. Frida, la enferma, amó a muchos hombres. Los metió en su cama, los empujó y dejó que la empujaran. Obró el despecho, esa idea antigua de que una vez que se ha roto el amor se puede pensar que nunca lo hubo. Diego Rivera, el muralista consagrada, su marido de ida y vuelta, el que la admiró y la odió, no logró tampoco domesticar su cuerpo inmenso; tampoco sabemos si hechizó su alma. Ninguna de esas dos partes del todo llamado Frida fueron probablemente propiedad suya. Era infiel Diego: le aceptaban las mujeres por causas remotísimas, pero no por el atractivo físico. Era un gigante, una cosa que debía verse por partes antes de reparar en que no podía ajustar la mirada sin que se extraviara en la periferia o en un promontorio inadvertido.
Una mujer despechada, una de sus muchas amantes, incluyendo entre ellas su propia cuñada, dijo que nunca antes se había acostado con una montaña y que no volvería a hacerlo. Pero hay montañas que hablan y cuentan historias fabulosas y pintan cuadros enormes como el nacimiento de un continente, cordilleras que van a la deriva de una vida a otra, de un cama a otra, de un cuerpo a otro cuerpo. El de Frida Kahlo fue una continua deriva, un desquicio del que jamás tuvo orgullo. Quizá por eso se pintó tanto, por aprisionarlo en un lienzo, por decirle quién mandaba. Luego la devastó la gangrena. Era Frida con una pierna menos, era Frida con la imposibilidad de ser Frida completa. La hizo añicos el dolor al que sólo encontró salida con la muerte. Dejó escrito: "Espero alegre la salida y espero no volver jamás". Murió en un hospital, sin la épica que ella hubiese deseado; murió para que el Partido Comunista de México le echara una bandera roja por encima, para declarar al mundo lo roja que era y recordar que fue ella la que dio asilo a Trotsky, antes de que lo apiolaran con el beneplácito (o el auspicio) de Stalin. De esa apropiación que ella no consintió vienen probablemente todas las demás y hoy Frida es símbolo de muchos movimientos, una especie de icono pop, una bandera en sí misma, más tras su finiquito en esta vida.
Es posible que Frida Kahlo hubiese sido otra pintora (u otra persona, deslindada del arte, quién sabe) si no la hubiese visitado la enfermedad, la postración y el desencanto. La lucha contra el cuerpo no se gana nunca, debió aprender en el curso de los años, mucho después de que el autobús en el que viajaba fuese arrollado por un tranvía. Antes de esa desgracia había padecido la poliomielitis y, arrimada a ella, un sinfín de enfermedades. Una reemplazaba a otra, sin descanso. También es posible que se apilaran y funcionaran a la vez. Es el cuerpo el que escribe la novela, no el que cree poseerlo, quien sospecha que puede gobernarlo, su dueño aparente. No hay gobierno tal. Vivimos a expensas del cuerpo, de que engorde o adelgace, de que se entenebrezca o brille, de que no sea del gusto del que mira o del propio, de que se ruborice cuando lo tocan o sea un búnker, un territorio cerrado a cualquier intromisión, y a veces (contaba Frida en una carta a una amiga) no hay placer mayor que castigarlo, infligirle una pena severa, la de no comer o la de hacer que no pare de moverse. La historia de amor de estos dos (Frida y Diego) es una historia zoológica, etología pura: el Elefante, también nombrado el Sapo, (Diego) no desea ser elefante y la Paloma (Frida) se desdice de su condición de paloma. Se quiere ser otra cosa Frida, siempre se desea ser el otro. No hay espejo que devuelva lo que uno anhela ver. Igual por eso el matrimonio del elefante y la paloma se volcó en pintar, en inventar espejos, en hacer que la realidad mute, se transfigure, adopte otro rostro, exhiba otro matiz. Los veinte años que le saca Diego aportan el punto de experiencia de la vida que Frida no conoce a sus veintitrés. Es la época de la política, cuándo no lo es. Rivera es un activista, Frida es una idealista. Dirán antes adiós al amor que a sus inclinaciones políticas. Se divorcian y vuelven a casarse un año más tarde. Deciden no rendir cuentas de con quién puedan acostarse. Lo que importan, creeremos que es así, es la unión en el arte y en las ideas. Son como dioses los grandes pintores. Como mujer, más que como diosa, Frida estuvo un año entero postrada en una cama. A esa convalecencia monstruosa sucedieron más de treinta operaciones para reconstruirle la pelvis y la columna.
Diego Rivera tuvo que admitir que Frida Kahlo llegaba más alto y más lejos que él. El pueblo había encontrado una de esas personalidades a las que admirar y de la que apiadarse. Primero, probablemente, sucedió la fascinación. De ella provino más tarde la ternura. Lo peor que le puede pasar a alguien es que se le dispense esa cosa tan sobrecogedora y frágil que es la ternura. Frida inspira ternura; Diego, una suerte de rechazo visceral, que se agranda cuando se airean sus devaneos con otras mujeres, incluida la hermana de Frida o cuando los periódicos ocupan la página de sociedad con hijos no reconocidos. Esas circunstancias no impiden que el muralista más famoso del mundo por aquella época trabajara sin descanso para que su amada esposa tuviese los mejores médicos y la factura de los hospitales se abonara sin retraso. Así que Diego deslumbra a pintoras húngaras o a actrices de Broadway (vivieron en Nueva York muchos años) y Frida rompe el corazón a fotógrafos italianos, a pintores españoles o a médicos alemanes. Corren rumores de que la inmortal María Félix (la Doña) fue amante de ambos (vivió en la famosa Casa Azul por temporadas) y que abandonó a ambos. La eclosión absoluto del talento artístico de Rivera provino de la decisión de Rockefeller de hacer que su edificio de la RCA estuviese vestido con la delirante imaginación del mejicano. Al final, todo es financiación, patrocinio. Queda el arte, sí. Aparte de la historia oculta, prescindible, queda la belleza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario