Hay personas que hacen el bien. Lo aplican con el afán que no ejercen en otros asuntos, y adquieren, en esa disciplina, una suerte de destreza, a veces no volcada en ellos mismos incluso. Algunos se afanan por darlo muy a pecho descubierto, exhibiendo las maneras, haciendo ostentación de los gestos y de las palabras aprendidas. En un hipotético escrutinio, esta rama ocupa una consideración inferior. Por el contrario, en la cúspide, en una idílica cima, figuran los que lo ejercen sin que se aprecie esfuerzo, velada o anónimamente, convencidos de que no hay autor sino virtud, que no se refrenda un nombre sino un acto, como si esa labor insistente y altruista no ofreciese señal alguna con la que estabularla y proporcionarle una marca. Invisibles, dan cuanto pueden, procurando apartarse si se les reclama que luzcan y se muestren, que cunda su ejemplo y se les pueda señalar por la calle. No se tendría que observar que esa inclinación natural a procurar el bienestar ajeno se realice para obtener un beneficio a cambio, eso me parece lo más honrado, lo más correcto también. Se hace el bien y no se espera que nadie nos lo agradezca o devuelva. Hacer el bien y no mirar a quién, decían. Al término del día, quienes así actúan no hacen cuentas de las buenas obras que han hecho, ni de la bondad que hayan podido diseminar. No precisan el recuerdo de su trabajo para conminarse a proseguir en su magisterio y esmerarse en el del día siguiente con más ahínco o más oficio. No buscan aplauso, constancia de que fueron ellos los gestores. No tienen, que yo haya inferido, alguien al que rendir un informe. Ni lo hacen tampoco por Dios,, aunque la causa podría ser ésa, eso no altera el plan primero: el de la bondad. Idóneamente, lo hacen sin motivo, no hay (tal vez) ni propósito. Es algo natural. Quienes no profesan una religión no suelen pensar en si agradar o hacer el bien a los otros será también del agrado de la divinidad, aunque entre en lo razonable que lo sea. La excluyen, no dejan que interfiera en su labor, no requieren su presencia en los momentos de incertidumbre. Tampoco ponen al tanto de lo que hacen a quienes tienen más cerca. Los otros, los creyentes, funcionan de otra manera, aunque la empresa sea la misma. Quiero creer eso. Si perciben que su trabajo es demasiado evidente, se aplican en disimularlo. Prefieren, por decirlo de alguna forma, la sombra, el silencio también, y en la sombra y en el silencio progresan hasta que se alojan en la luz y en la palabra.
He hablado con gente buena, la tengo cerca, he visto cómo actúan, les he expresado mi admiración, les he dicho que yo no podría, que acabaría extenuado o triste o convencido de que no merece la pena ese esfuerzo estajanovista, esa voluntad firme de medrar en la bondad y de no presumir del medro. No desean recompensa, no la buscan, no creen que les haga mejores su cobro. Yo sería (me da por pensar) una especie de obrero de segundo orden. Haría el bien, buscaría con empeño y con entusiasmo el bienestar de los míos y de otros a los que no haría distinción. Se colige que estaría bien que se confortara al bondadoso con la bondad ajena. Sentir la necesidad de que alguien viniese y lo confortase. Querría que uno de ellos se sentase a su vera y dijese todas las palabras que su abatimiento anhela. No creo que esta legión de servidores del bien tenga una cofradía en la que compartir sus andanzas, sus éxitos, también sus fracasos, aunque no dudo de que tienen la facultad de reconocerse entre ellos. Los padres no delegan sus enseñanzas a sus hijos. No es una doctrina que perviva en el tiempo y tenga su épica y su libro de salmos. Insisto en lo fundamental de su anonimato. A veces pienso que si hay una brizna de amor en el mundo es porque ellos se sacrifican para que esa brizna se ice, tome vuelo y luego se esparza como si fuese una semilla. Uno de ellos, un poco a lo loco, sin pensar, me confesó que el mal es fuerte y que a veces se pierden las batallas incluso antes de acometerlas. Me lo refirió ayer a propósito de algo baladí, en apariencia. Me confesó que a veces prospera el desánimo. Que él mismo consideró la posibilidad de retirarse y ser como los otros y hacer el bien de cuando en cuando, no con la fijeza de ahora, con la secreta obstinación de ahora. Todo a lo que me entrego se hace rico, dejándome a mí pobre. Esa cita es de Rilke, el poeta. Se la recité. Hace mucho tiempo que no le veo. En algún momento he creído ser como él, ser uno de ellos, pero me ha vencido la flaqueza, se ha ocupado de hacer que se arrodille ese ansía mía por derrotarla. Soy débil, somos débiles.
Creo que se prefiere ser consolado a consolar, aunque la voz activa y la pasiva sucedan a la vez de cuando en cuando. Se vive mejor cuando nos curan y nos halagan con los cuidados que cuando aplicamos nosotros la cura y nos esforzamos en los cuidados, piensa equivocadamente uno. Es mejor regalar que nos regalen. Quien se esmera en dar con el regalo idóneo es a él a quien le está rindiendo un presente. Él es el agasajado. Ahora mismo, sin ir más lejos, mientras escribo esto, empezando el día y el año, pienso en si alguno de esa legión de ángeles benefactores lo leerá y le incomodará que hable de ellos y de que secretamente existen. Por otra parte, no es posible que les importune mucho, no hay nada que les arredre, ni que les abata. Hoy, al salir a la calle, te cruzarás con alguno. Los tendrás cerca, amarás a alguno, aunque no los reconozcas. Están ahí, perdidos en la muchedumbre, como soldados de una causa mayor que ellos mismos, como fantasmas. Son las buenas personas de las que a veces te hablan y no ubicas y no sabes dónde se encuentran realmente. Si abundaran, lo harán, otro mundo sería éste. Que no lo sea es signo de algo. No sé de qué, no doy con esa nomenclatura. Ser buenos puede ser el deseo con el que arrancar el año. Luego se vienen abajo los propósitos, pero qué bonito haber pensado eso, tener esa convicción y salir a la calle y ver la luz ocuparse en agradarnos.
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