6.1.22

6/365 Edward Hopper


 

Uno quisiera estar solo en ocasiones, solo como están los personajes de los cuadros de Hopper, solo, sin el afecto poético de que existen los otros y que de alguna forma nos confortarán cuando los veamos y pedirán que contemos con ellos para lo que se nos ocurra, las cosas de los días, el apero de las noches, pero no podemos evitar dejarnos embaucar por la tristeza, permitir que nos conduzca y entenebrezca, a sabiendas incluso del mal que su mala administración puede ocasionarnos. Se tiene de lo triste esa percepción decadente, no hay placebo a veces, ni consuelo conocido. Hay tristezas en las que se confía ciegamente. Cree uno que habrá un rédito artístico. Como si esa hondura del ánimo de verdad abriera el numen o lo reformara o simplemente extrajera de su oficio las maneras más nobles, las de más fuste, todas las que sabemos que andan ahí, a escondidas, tutelando la belleza. No sé qué podríamos sentir si fuésemos un personaje de un cuadro de Hopper. Él estaba en posesión de esa inspiración. A lo sumo conocemos la pérdida, la sensación absoluta de abandono, la creencia de que el mundo está ahí afuera, girando, obstinado, terco, y de que nosotros, los que miramos una taza de café en un bar muy cutre de una estación de tren o los que miran por una ventana. Está en Hopper un estado de ánimo que ya hemos tenido. Él viene cuando nosotros vamos. 


De Louis Armstrong se decía que era capaz de pulsar cualquiera de esos estados con su trompeta. También Shakespeare. A Hopper le pasa lo mismo con un lienzo. La conmoción de la soledad o del silencio o del desencanto se distrae con el atrezzo en sus cuadros. Siempre hay una voluntad lírica, y también narrativa, poderosamente literaria, de que el escenario al cual se vincula la idea misma de la pintura desprenda la misma vida que los personajes que la pueblan. Es el vacío el gran tema y de él salen todos los demás. Uno está a veces vacío como lo están los personajes de los cuadros de Hopper, solo, no sabiendo con certeza qué paso dar después, si ir o pensar en el regreso, sin saber cómo contar a los demás o a uno mismo la dureza del trayecto, toda esa orfandad con la que se encara la consecución limpia de la trama. La pintura de Hopper te hace sentir esa parte que no aflora: gente a la que ves y que, sin decirte nada, te explican todo a lo claro, te susurran al oído, con ternura a veces, la mecánica de las cosas, el modo en que se entrelazan y acoplan, el sentido de la realidad o, en todo caso, una parte de él, la asequible, la que se puede comprender.


Hay cuadros que no son de Edward Hopper y parecen suyos. Cuadros y fotografías y fotogramas de películas y escenas de la vida real. Hay mucho Hopper en lugares en los que no se le espera. Hay también fotografías que le pertenecen sin que sepamos que se valiese de la cámara para contar el mundo al modo en que lo hacía con un lienzo. Lo extraordinario es esa intención narrativa que ofrece una historia de la que sólo sabemos un fragmento, ni siquiera tiene que ser el primero, tal vez uno alojado a la mitad o al final de la misma. Hopper hace cine sin que se hile un fotograma a otro. En cualquier momento podremos observar cómo el hombre sentado en la cama se levanta y recoge con meticulosidad sus cosas en la maleta o se desviste y se afeita morosamente o se asoma a la ventana y escucha el ruido de la realidad que no existe en su habitación de motel. Podemos observar la mujer que mira a través de la ventana el pasar de unos trenes. Imaginamos que desearía ir en ellos. la ventana es la clave por la cual accedemos al paisaje. Porque Hopper es un maestro en convertir en paisaje la habitaciones de los moteles. Un paisaje es un personaje que no reconoce la primacía de la trama, sino que va por libre e interfiere a la trama misma y, en casos excepcionales, se hace personaje y modela el devenir de los acontecimientos como si hablase o decidiera una posibilidad de entre otras. No sabemos nada del inquilino, ni tampoco del lugar en que se hospeda. Es una historia de fantasmas la que vemos. Hopper es el pintor de los fantasmas. Hopper los registra. No existe nada a lo que aferrarnos, no hay nada que pueda iniciar una historia y, sin embargo, ahí están todas las historias; en ese ensimismamiento que exhibe el señor de la fotografía, están todas las ramificaciones posibles. Como si fuese un Aleph, el infinito Aleph que mi temerosa memoria no abarca,  alojado en una carretera secundaria de la América profunda y en la quinta porteña de Beatriz Viterbo que anheló Borges. Se ve todo, a todo se le cursa trayecto, en todo se oficia la ceremonia de la memoria. El pintor de la soledad, le dicen. No sé si es soledad de verdad o lo es sin que acabe por doler. La suya es una soledad reposada, no hiere, no nos hace sentirnos más solos de lo que estábamos, pero infatigablemente nos provoca la sensación de que es nuestra. Somos todos los personajes que pinta Hopper. Estamos en ellos, los entendemos, sabemos qué piensan, nos pertenecen.


Autorretrato, Edward Hopper

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