16.1.22

16/365 María Moliner

 



Al principio fue el verbo, que sonó como un disparo en mitad del silencio. No sabemos qué verbo fue ni quién lo pronunció. En el inventario de cosas que desconocemos está también el destinatario fabuloso de esa primera orden. Lo que no deja de producirnos asombro (y con el asombro juntamente la fascinación y el agradecimiento) es la belleza de las palabras, su magisterio. Aceptamos que incluso no sean capaces de contar lo que deseamos y que a veces exhiban flaqueza o que enfermen o que mueran, pero no tenemos mejores instrumentos con los que descerrajar la tapa de lo real. No hay día en que no piense en lo maravillosas que son y en lo poco que las veneramos. No hay religión que no las mime y ninguna ha llegado a conmover el alma de sus fieles sin mirarlas muy de cerca y tocarlas y apreciar cuáles son las más válidas y qué efecto harán, contadas como si fuesen un bálsamo o un paliativo contra el dolor. Las palabras son el germen, el embrión de la idea. Lo que sucede al escucharlas o al leerlas es pura magia, por mucho que la lingüística las pese y las mida, las haga entrar en un tubo de ensayo o las exponga al riguroso método de la ciencia. Las palabras están conectadas con el alma. De hecho podríamos pensar que el alma está formada por todas las palabras que hemos ido usando, las que hemos dicho, las que hemos escuchado, las escritas, las leídas, incluso las otras, las que no nos tocaron, todas las que pasaron de largo, las de otros, las ajenas. Todas se buscan y se abrazan y forman el alma, que es la que los creyentes dicen que se salva cuando el cuerpo desaparece. Por eso fue al principio la palabra, la palabra como un soplo de vida. Y hay días en que desearía uno que valiesen más de lo que valen y sirviesen más de lo que sirven. Que las palabras cuenten el mundo y zanjasen la inclinación del hombre a que lo cuenten los gestos, que traen a veces el esplendor y otras, cuando se oscurecen, la miseria, el ocaso. Y hay gestos maravillosos que valen más que muchas palabras juntas. No hay palabra que tenga el tamaño de un abrazo o de un beso. Las palabras son abrazos invisibles, besos que no rozan los labios. Quien sabe esto, abraza y besa sin que nadie se escandalice de lo cariñoso que es o de lo necesitado que está de amor. Hay quien se siente abrazado y besado cuando escucha las palabras adecuadas y advierte que le penetran y se quedan adentro, como si fuesen la residencia en la que van a vivir en adelante. 


No dejo de pensar en lo afortunado que soy al tenerlas a mi disposición. Me fijan al mundo, me explican la parte del mundo que no conozco, cuanto más me esmero en cuidarlas más percibo que son ellas las que me cuidan a mí. El respeto a los demás proviene de las palabras con las que nos dirigimos a ellos. La entera convivencia en el mundo reside en la facultad de elegir continuamente cuáles convendrán al propósito de lo que deseamos decir, de saber apartar algunas (las inconvenientes, las que no proceden) y pesar a conciencia el manejo de otras, pero incluso así, cuidando lo que decimos y las palabras que elegimos para decirlo, las cosas salen mal, dice uno lo que no debe o el que escucha, desavisado, por no prestar la atención obligada, entiende otra cosa y da igual que el mensaje haya sido mimado en su envoltorio hasta que se han articulado las sílabas y las hemos pronunciado. Cuando uno escribe, pasa algo parecido. Se entiende que las palabras, al ser escritas, fluyen de otra manera, se manifiestan con una velocidad distinta y siempre se pueden pensar con la calma que las habladas no propician. Este mismo texto que estoy escribiendo, si más tarde lo releo, no se publicará como lo estoy volcando. Habrá remiendos, habrá borrados, habrá alguna poda necesaria. Lo mejor de no repasar lo que uno escribe es que hay un pulso íntimo (un trasvase directo de mi cabeza a la del lector) que es apreciable en cualquier caso, parecida a la del hablar cuando hay de qué hablar. También están las conversaciones huecas, las que no van a ningún sitio y tan sólo deambulan la periferia, haciendo parada en asuntos nimios, procurando que no decaiga el fluir de las palabras, pero son huecas también las palabras, da igual que se elijan de entre muchas, cuando no tienen contenido, cuando no se decantan ni postulan, las palabras vacías, las que llevan al engaño o a la distracción sencilla, a lo hueco. Hoy es un domingo tranquilo. No hay muchas palabras que decir. No porque no existan, no por no tener las idóneas, sino por descansar. A eso tampoco renuncio, al descanso. No hacer, no decir, no señalar, dejar que las horas transcurren y se persigan, esperar a la hora del almuerzo, disfrutar con la comida, echar más tarde una siesta mientras la televisión ameniza el ingreso en el sueño y despertarse después, curado en cierto modo, concentrado en hacer algunas cosas del trabajo. Palabras ahí también, palabras que deben reclamar su espacio y hacer que funcionen y el trabajo rinda. Qué placer ése, el del deber cumplido, el de saber que has hecho lo que buenamente has podido. 


 No le damos a las palabras la importancia que tienen, las tratamos mal a posta, como si en ese acto de violencia semántica ejerciéramos otra violencia que no nos atrevemos a ejecutar. Es mejor que sean ellas las afectadas, las caídas en la lucha. Las palabras no sangran, no lloran cuando las zaherimos o las humillamos. Tienen la paciencia antigua de la sabiduría, se han levantado con más aplomo y entereza en cada ocasión en que han sido tumbadas y arrumbadas y estarán cuando llegue el final de todo y el cielo se cubra con las nubes negras del apocalipsis, que en su origen significaba revelación, no debacle, ni fin, ese invento moral de los sacerdotes para tener al pueblo dentro del redil y no pastando a su antojo, Unas palabras suplen a otras y hasta las que están en desuso, en ocasiones, aparecen con su aire antiguo, de infancia recuperada y contada con entusiasmo. En casa hay varios diccionarios; algunos fueron adquiridos por recomendación (obligación tal vez) universitaria, otros a voluntad propia y los más recientes por la misma recomendación primeriza, pero confiada a mi hija, que trabaja con las palabras y vivirá de ellas. Los cojo, los peso, los ojeo, los consulto, me maravillo siempre de ellos. 



María Moliner es la dueña de las palabras, es la mujer que pensó en juntarlas todas, en componer un libro que las recogiese y explicase como hasta ahora ningún otro había hecho. No debía faltar ninguna y a todas debía aplicarles una manera de explicarse más afín a los tiempos, sin esa recarga retórica, a veces rancia, de los catálogos anteriores. Es un libro de uso, dice ella, un instrumento de manejo, no una rendición de léxico, un inventario cartesiano de vocablos. De ahí que el diccionario que escribió no sólo ofreciera el significado, sino también anotaciones fonéticas, morfológicas y sintácticas, así como sinónimos, antónimos y hasta enteras familias de palabras. Todos los demás libros están en deuda con éste, con todos los que son afines a él. Lo que hizo María Moliner es titánico. En parte, porque lo hizo sola. Vivía en una mesa llena de fichas lexicográficas y una máquina de escribir que nunca reemplazó. Seguro que en ese trabajo no anduvo enteramente sola. Tenía a mano todas las palabras del mundo, las sabía suyas, eran su patrimonio. Guarda las fichitas en las que va manuscribiendo las palabras en cajas de zapatos y en cajones de aparadores y de cómodas. Rondaba los cincuenta años y tardó sobre quince en acabar la empresa de meter todas las palabras de todas esas fichas en un libro. Estamos en 1967. No debía ser un libro más. La Real Academia de la Lengua tenía diccionarios, cómo no. Estaba el Corominas (etimológico) y el Casares (ideológico), aparte de cientos de ediciones comprimidas, de uso exprés del idioma, que ocuparían estanterías en bibliotecas y en colegios nacionales, pero no todo fue investigar, anotar, ordenar. Para conseguir que se le concediese la posibilidad de armar ese diccionario, tuvo que intermediar un hombre de letras con fama (Dámaso Alonso), un filólogo de renombre (Rafael Lapesa) y una editorial de prestigio (Gredos). Con esos dos avales, María Moliner, licenciada en Filosofía y Letras, funcionaria con plaza en el Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, republicana y, más que todo eso, por encima de cualquier consideración laboral o de sesgo político, enamorada de su idioma, escribe su Diccionario de uso del español, que es un volumen para escritores, para lexicógrafos, para cualquier espíritu sensible al decir de las palabras. El modo en que fraguó este andamiaje de vocablos tiene más que ver con la vida de esos vocablos que con su mera disposición alfabética, que con su contención en un listado. Vio María que las palabras, si se las quiere de verdad comprender, deben ser explicadas en contexto, unas abrazando a otras, colisionando con ellas, produciendo la impresión de un organismo vivo por entero, capaz de engendrar también vida. Como una especie de madre. ¿Qué es, si no, el lenguaje?


Tomada en serio mucho más tarde, el Diccionario de la Moliner (así se le llamaba con todavía cierto desprecio por numerarios de la Academia poco inclinados a reconocer la valía de una mujer) no hizo de su autora una candidata a ocupar un sillón entre los honorables sillones. La Academia se lo entregó poco después de abrir la democracia en España a Carmen Conde, merecido, por otra parte, pero María Moliner no se debió dar por afectada. Para compensar ese error o esa desgana, quizá más lo segundo, la RAE le concedió por unanimidad un premio mayor, el "Lorenzo Nieto López", que ella rechazó. Sus tres kilos de diccionario (dos tochos, 3000 páginas) ocupan el lugar más preeminente de cualquier balda en la que, aledaños y deudores, estarán los otros libros, que son extensión suya. También casi 100.000 palabras. Era María muy de leer prensa. Allí se ponía al día, confesaba. Temerosa de cualquier desviación de su rutina, tímida con retranca, muy celosa de su intimidad y la de su familia, vivía para sus palabras y para sus flores de terraza modesta en un apartamento en un bloque de Madrid. Cuando pienso en María Moliner y en la gesta de su diccionario, la imagino en una soledad hermosa. Como si de su cabeza se izara una brecha de luz. Como si el padecimiento de esa labor mecánica, perseverante, no causase mayor trastorno que un dolor de espalda. La imagino también en una soledad más física, no únicamente creativa, útil, el tipo de soledad de la que procede a veces la belleza. Echa el cierre a su vida, cuenta Fernando, uno de sus hijos, cuando muere mi padre, al que había atendido con el mismo primor que a sus palabras. Desde 1973, cuando eso ocurre, hasta que fallece, en 1981, María Moliner no es ella, nada de lo que se ve hace pensar que construyera una catedral. Porque eso es lo que hizo. Un diccionario es un templo en el que acudimos los feligreses de la palabra. Que yo ahora escriba o que tú ahora leas, en parte, se lo debemos a ella. 

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