13.1.22

13/365 Johnny Cash

 


Johnny Cash no disimula nada, no esconde su fe baptista, su devoción a Dios, su noción ancestral de pecado y de castigo. Su repertorio en el escenario es una rendición de esa fe. Como uno de esos predicadores que agitan las manos y ponen cara de estar en trance. El matrimonio inestable entre Dios y las anfetaminas le impidió enseñar otra mirada o ensayar una cara más jovial. La suya es un desquicio. Cash no solo se implica en lo que está haciendo (ser fotografiado) sino que traspasa la mera transmisión de un gesto o de un sentimiento y percute el objetivo de la cámara, trasciende el sencillo proceso de la impresión cromática y ejecuta, a su manera, una pieza no excesivamente distinta a las que interpreta en el escenario, cuando proclama su lamento y exhibe sin pudor las heridas que le van dejando el amor y los caminos. Dios y el diablo estaban de su parte.

A la vejez, a poco de morir, Johnny Cash grabó algunas piezas de bandas como Depeche Mode (Personal Jesus) o Nine Inch Nails (Hurt). Querían ser una evidencia testamentaria de que el viejo trovador, el que puso el folk en la calle, en las cárceles y en las radio fórmulas, era sensible a los iconos modernos. Impuso su voz trémula, la hizo carne en la carne, como un salmo apocalíptico, tal vez todos lo son. Cualquier cosa que cantara en ese último tramo de su carrera discográfica era una expresión de dolor, aunque no pidiera compasión, ni exhibiera bajo ninguna circunstancia una brizna de debilidad. Era Cash, pero viejo. No sé si alguna de las canciones que recogían la parte cuarta de su American Recordings, The man comes around, donde están estas piezas antológicas, ganan o pierden cuando las interpreta Cash, pero duelen más que las originales. Hay en Johnny Cash un poso de dolor audible en el arrastrado casi gutural de su manera de cantar. En esos últimos años, en los discos que hizo, apenas cantaba. Lo que se escucha es un parlamento con algunas leves inflexiones de voz, un cántico minimalista, un paseo por la periferia.
Está la destrucción, está el amor traicionado, está la muerte. Cuando Cash canta, están esas cosas y están de un modo asequible al más insensible de los oídos. No importa que uno entienda lo que dice, que ignore el poema que recita: a lo que se aferra el asombro es a la rendición de un espíritu, a ese volcado majestuoso de penalidades que provienen de lo más profundo de su devastada alma. Pocas personas sufrieron lo que este tipo de aspecto pendenciero, serio como una pedrada en la nuca, que bajó al infierno para regresar y contarlo. Lo hizo con un título de Teología bajo el brazo. Cum laude. Se los sacó por correspondencia. Creo firmemente en la Biblia, en las Sagradas Escrituras, en la Palabra de Dios, recitaba cuando lo entrevistaban, cuando le decían que cómo iba la novela. Era una biografía sobre San Pablo (El hombre de blanco, ése era su título). El Santo era el hombre de blanco; Cash, el de negro. El haz y el envés. La luz y la sombra. No llegó a concluirla, la escritura es un trabajo arduo y las drogas y las giras se lo impidieron, pero siempre dijo que esa era la empresa de su vida: la redacción y la rendición de su novela. Un poco como yo, aunque sin la logística celestial y sin el arrimo de giras ni de drogas.
Nos ahorró un viaje. Le debemos mucho. Le debemos 1500 canciones. No he escuchado todas, no hace falta. Tengo algunos discos, esos me bastan. Sé que fue el rey del rock and roll, como muchos adeptos reclaman. Elvis hizo otro tipo de embajada del género, pero Cash es el dueño legítimo, el que llegó más lejos, el que llegó más hondo. En lo que a mí respecta, junto con Van Morrison, Bob Dylan, Neil Young y, en menor medida, Nick Cave, Johnny Cash es un superviviente, uno trágico y lírico, uno demoníaco y perfecto. Da lo mismo que sea el único de todos esos que ya no esté en este mundo. Sigue siendo un superviviente, su música lo es, su legado, su historia. Francisco Machuca, mi amigo Paco, me contó (de alguna forma me lo contó) que Cash no necesitó vender su alma en un cruce de caminos, que fue el diablo el que fue a su busca y allí estaba el tipo, esperándolo, dispuesto a invitarle a una copa. Álex, mi amigo Álex, sostiene que es un animal enjaulado que ignora el motivo de su encierro. La vida es una jaula. A veces la jaula se convierte en pájaro. Eso le debió pasar a Cash. Voló, aunque estaba preso.
No sabemos nada de lo que nos aguarda. Quizá dolor y belleza, el dolor y la belleza matrimoniados en un combo sublime, paladeable. Me voy a la calle escuchando el quejido de este artista más grande que Elvis y más roto que Dylan. Me va a llevar de viaje y me a dejar después en paz conmigo mismo y con el mundo. Todo a lo que me entrego se hace rico y a mí me deja pobre, dejó escrito Rilke, el poeta. Cash dio mucho y recibió mucho también. June Carter, su amor fundamental, el cielo terminado de hacer puesto en la tierra, le controló lo que pudo, pero un tipo así siempre se escapa de las manos. No hay forma de tenerlo controlado, no es posible, quizá ni sea necesario. Oigo la versión que hace del In my life, el inmortal tema de los Beatles, y te dan ganas de morir, y de llorar. Primero te mueres, y luego lloras. Es un llanto dulce, un llanto de comprensión y de armonía, pero notas las lágrimas caer mejilla abajo y se te encoge el corazón y te duele, sin que importe mucho, el pecho.

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