4.1.22

4/365 Ignatius J. Reilly

 





"Cuando un verdadero genio aparece en el mundo, se lo reconoce por este signo: todos los necios se conjuran contra él".

Jonathan Swift


Ignatius J. Reilly tiene un pijama de franela y lee filosofía medieval en la cama mientras su señora madre le prepara unos huevos con tocino y le anima a que se levante y busque trabajo. Ignatius, nuestro ya para siempre entrañable, glotón, irreverente y sabihondo Ignatius, no se cosca, no se da por aludido, elude cualquier responsabilidad que le distraiga de su verdadero oficio, que es la holganza y la cruzada contra el género humano en general, incluyendo a quienes han padecido irritación de colón y los que no, a los que han leído la Biblia en latín y los que no la han leído en ningún idioma, a los que gimen y a los que ríen, sin que exista consideración que pueda salvar a ninguna de esas individualidades de su verborrea desquiciada. Su padre libresco, John Kennedy Toole, se suicidó a los 31 aplicándose el humo del tubo de escape colado por la pequeña ranura que dejó en su Plymouth. Era 1969. En 1981, La conjura de los necios, la novela que causó el sacrificio, por la que Thelma, su madre, convirtió en una cruzada, se publicó y se hizo una pequeña (irrelevante) compensación estética o moral o intelectual. Las novelas nacen siempre sin certezas. No ya la de los lectores, que es un escrutinio soberano, sino sin la de la imprenta. Nacen, se difunden entre amigos y no prosperan, no alcanzan ni siquiera la balda más humilde de la librería más pequeña.


Ignatius J. Reilly tiene un vocabulario formidable. Lo emplea con absoluto magisterio, no incurre en expresiones usuales al vulgo y se empecina en que ninguna traba, ni lingüística ni de otra índole, le aparte de la gesta literaria de su Cuaderno Gran Jefe, en donde consigna sin vacilación ni flaqueza, la demolición de la sociedad tal y como la conocemos, arrogándose el noble título de Historiador Único de esa circunstancia. La rueda de la fortuna había aplastado la clavícula de la Humanidad, escribe gozosamente, aplaudiéndose él mismo (esto es magnífico, se apresura a decir entre línea y línea) y exhibiendo su propia condición humana: infantil, grotesca, enciclopédica y, las más de las veces, misántropa o, más afinadamente, con más alegre denuedo, misógina. Por lo demás, Ignatius es feliz en su desacato al orden, en su vida beligerante y anárquica. Todo lo confía al ingenio lingüístico y la creencia de que es un ser privilegiado, magnífico en cualquier sentido, así que a todo le impregna su cinismo, que es una extensión culta de su inmadurez, deduce el lector. Ignatius, a pesar de las facultades con la que fue alumbrado, es un paria de la sociedad, uno de esos espíritus sin ocupación que pendonean aquí y allá y únicamente necesitan que se les alimente (ahí tenemos a la madre, peculiar donde las haya) y procure las atenciones domésticas más sacrificadas. 


Ignatius tiene por cabeza un globo carnoso al que aprieta una gorra verde cazador. No habiéndose cortado el pelo cuando debió hacerlo, carece de orejas, tapadas por la abundancia capilar y por las orejeras de la dicha gorra. Un protuberante bigote negro lo hace mayor, pero los ojillos delatan una infancia sin acabar, asunto de la mayor importancia en el deambular quijotesco del personaje. Unos generosos pantalones de tweed disimulan las carnes fondonas. La camisa, franela del mismo hilo que el pijama, hace que sude copiosamente, más cuando arrecia el calor de la primavera o el rugido feroz del inclemente verano. Por lo demás, Ignatius cumple con Dios y con las modas. No sé de dónde saca que ese atuendo, el descrito (franela, gorra con orejeras y recio pantalón de tweed) cree la impresión en quien lo mira de que estamos ante un personaje de rica vida interior. Siente desasosiego a poco que las variadas circunstancias lo cercan, de modo que reclama que su madre lo transporte a casa y lo libere del tráfago de la gente común, que no está a su altura y de la que en mayor o menor (elijo mayor) medida rehúye. El barrio francés de Nueva Orleans está lleno de gente de poco fiar. Gentuza podría ser  la palabra idónea, la que más cuadra en la composición de este enfoque rápido sobre nuestro sujeto.


Ignatius tiene la debilidad de la carne y acomete con fruición un poco ya desmotivada las satisfacciones que le exige. Se alivia a mano, cuando puede, sin que esa desviación del recto proceder, según diría su madre, le cause mayor perturbación. Le preocupa más su vientre abombado, que le dará un susto cualquier día, a poco se descuide o incluso haciendo caso de los consejo maternos y comiendo a las horas pensadas y no permitiendo que toda esa basura de hamburguesas y perritos calientes le perfore el estómago y le haga engordar lujuriosamente. Un medievalista como él podría prescindir de los peajes del cuerpo y valerse únicamente de su privilegiado cerebro, pero no hay manera de que ese anhelo metafísico se cumpla, no es posible librarse de las ataduras de la carne sin que su adorada cabeza se vea seriamente afectada. Oh Fortuna (dice en un tramo de la historia), oh Deidad Ciega y Desatenta (grita) dime qué murmuras sobre mí, atado estoy a tu rueda (recito de memoria, no será así el comercio de las palabras), no me abandones, cumple conmigo, hazme sentir la bondad de tu gracia, etc.


Ignatius no sería Ignatius sin el patrullero Mancuso y sin su novia Myrna. Tampoco sin su adorada madre, Irene. Ellos tampoco serían quienes son (Mancuso y Myrna e Irene) sin el atribulado concurso de nuestro exótico antihéroe. Con ella tiene la más hermosa relación epistolar que uno pueda recordar en la literatura que ha leído. Mancuso merece texto aparte, por lo hondo de su bonhomía, por sus precarias habilidades profesionales. Hay mucho spin-off en La conjura de los necios, la maravillosa única novela de J.K. Toole, la que le hizo quitarse de en medio, al no verla en circulación. Pobre talento perdido. Nueva Orleans es el centro del cosmos. Ignatius es el pequeño demiurgo. Fue Reilly quien mató a Toole, podría decirse. Hay personajes contra los que sus creadores sucumben. Parecería que sucede más comúnmente a la reversa. El autor es el sacrificado, él es quien se aparta y da paso a su creación. Como un dios al que su obra le ha causado un daño terrible o cuyos resultados le parecen prodigiosos o lamentables, no cabe el término medio.

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