9.1.22

9/365 Jorge Luis Borges


 

Caigo en la cuenta de que he tenido un exceso de Borges. No debe inferirse que no hubo exceso de otros. A veces se tiene cabeza para mantener más de uno e incluso atenderlos con esmero y hacer que concurran otros. Todo con tal de no perder el hilo de las cosas. Lo de Borges fue el hilo primero. Tiré de él casualmente. No vino nadie a decirme que lo leyera, ni vi a nadie leerlo. Ni siquiera sabía quién era ni lo que escribía. Creo que fue un libro de Alianza, en su colección de bolsillo. Me pareció inquietante el título: El Aleph. Sin saber cómo, las palabras nos invaden y no hay manera después de apartarlas. Se quedan ahí adentro, hacen fortaleza, continúan sin que tengamos certeza de ellas. Acaban volviendo, se presentan por las buenas, no piden permiso. La propia palabra Borges es una de ellas. De él, al principio, en las traseras de sus libros, me fascinó la cara, no la joven, un poco como todas, sino la de anciano, cuando lo devastó la ceguera y se le estragaron un poco las facciones. Es curiosa la manera en que entramos en la literatura o en las pasiones. Es una brizna de sentido común la que invita a entrar, pero luego no hay nada que pueda considerarse fiable. A Borges lo sigo leyendo treinta años después. No sé si es releer lo que hago. Probablemente no. Me parece que son primeras lecturas lo que en realidad no lo son. Le pasa a Borges como al jazz: que tiene aristas nuevas, puertas que hemos visto, pero a las que no hemos accedido, un poco por no haber sabido y otro poco por saber que podíamos franquearlas más adelante y que lo que contuviesen (algún prodigio, algún laberinto, alguna aventura) continuaría esperándonos. Borges espera siempre. Un día tengo que escribir un libro sobre Borges. No me faltará entusiasmo. 


Copio de nuevo el poema que escribí hace años sobre Borges. Le añado líneas cada vez que lo releo. También las quito. Es un poema que no acaba nunca. Por eso lo añado ahora tal vez.


Borgeana 


El tigre, ebrio de rayas y de hondura,

el laberinto de los efectos y de las causas,

el azogue en el infinito espejo,

el alba en una quinta porteña,

el fuego que purifica,

la conversación entre jazmínes,

los nombres de los libros no leídos,

Whitman en un bosque, pensando en Dios al mirar un árbol,

los arduos alumnos de Pitágoras,

el tiempo feliz de las espadas,

la delicadeza del ocaso en un desierto,

el Ganges, donde todos los seres humanos nos hemos bañado,

el Golem, la arcilla primordial, el poeta vacío,

la trivial creencia de que moriremos enteramente,

el jardín de senderos que nos bifurcan,

la rosa de Milton, su tacto al despertar,

todas las permutaciones invisibles de la ficción,

los poetas menores de una perdida casta de poetas,

los reyes antiguos en sus tronos de odio,

la espléndida bondad de los adjetivos,

el hoy fugaz y el ayer ya eterno,

el olor acre de la sangre en la noche,

Homero y todos los griegos cabales,

la alquimia secreta que inventa un dios en el oro más puro,

los arquetipos y los esplendores, 

el destino de ser siempre uno mismo y saberlo,

los ángeles hablando con Swedenborg por las calles de Londres,

la ilusión de que existió un principio para todas las cosas,

la muerte de un hombre en el campo de batalla,

el épico sueño de soñarse,

la gloria inversa del traidor en su postrer patíbulo,

un libro entre los libros,

un río inconcebible ahondando su cauce en la memoria,

los días persiguiéndose,

la fiera en el negro crepúsculo, acechando,

el otro en un banco a la vera de un río, fabulando,

la Inglaterra tejida en pesadillas y en torres gloriosas que miran al mar,

la custodia preciosa de las palabras,

el eco de Virgilio en el Ulises,

Orfeo en la posesión de su lira,

la luz encendida que nadie ve salvo Dios

la ardua escritura de un evangelio apócrifo,

el elogio de la sombra,

el secreto centro del cosmos, que es una sílaba de la divinidad,

el álgebra hermosa y la cábala dramática,

el consabido y no apreciable manejo de unas destrezas al coronar la vejez,

el plano del universo bosquejado por Schopenhauer,

la triste lluvia en el frío mármol,

la luna ajena y la que te persigue,

los haikus del amado Japón,

Abel o Caín dictando un cuento infinito,

Shakespeare descendiendo al corazón del hombre,

el alma cautiva en el frágil cuerpo,

el hidalgo hechizado por caballerías y por amores,

el ciego indice de cosas que no alcanzó,

el amor, del que se ocultó o del que huyó,

la sangre gaucha, su fe en el mate, la patria más íntima,

la métrica metálica de las sagas normandas,

la fantasía de Coleridege con una flor como prueba,

el eco marcial del apellido paterno,

la cierva que cruzó un segundo el sueño y no volvió jamás,

los prólogos y los epíligos monumentales de los libros,

el goce interminable de la memoria, que trae batallas antiguas y trae oro en un cuenco,

el puñal impaciente de Marco Junio Bruto en la pluma del bardo inglés Shakespeare,

un escritorio de caoba que guarda unas cartas de amor que nunca se mandaron,

las comunes frivolidades del vivir y la certera brasa de la muerte,

el convergente, divergente y poliédrico Aleph en un sótano en la calle Garay,

el emperador chino que mandó quemar todos los libros anteriores a él,

la línea de Verlaine en la memoria de un bibliófilo,

el mar registrado en una runa,

el imposible fervor del sexo,

la historia íntima de la infamia,

la felicidad que precede al caos,

la diversa enumeración de prodigios del mar,

la clepsidra en un cuento antiguo,

la memoria y el olvido de los muchos días,

el sur para velar a un muerto,

la sórdida noticia de una venganza leída en un periódico,

el eclesiastés recitado en la oscuridad,

el hierro de los clavos del judío,

la errancia y el refugio de un poeta,

la patria en su pompa de mármol,

el Islam, siglos de espadas, disciplina y agua,

el hábito de un aljibe,

los ayeres como si fueran uno solo,

el goce de los laberintos,

las trompetas del día final escuchadas por un teólogo,

la música, en donde es posible que estén las demás artes,

las vastas enciclopedias de los hombres,

el panteísmo, ah el inevitable panteísmo,

la ballena blanca en la oscuridad de su dueño,

los pulcros hexámetros latinos que tutelan el ingreso en un sueño,

la suma de todas las cosas que hacen al hombre ser un hombre,

el peso de la moneda en la boca del muerto,

el cofre de joyas en el patio del soñado,

las sílabas en las que se esconde el nombre de Dios,

todas esas sutiles cosas, y otras que no sé y otras que no nombro,

son las que le hicieron ser Borges.


Escribí esta borgeana en un patio encalado, emboscado de pinos, y a la vera del mar, en Marbella, hambriento de libros, gozoso en todo lo demás, perdido en mi memoria y en un deseo absoluto (no más adjetivos, ninguno es bueno) de volver a leer todo Borges. Como tributo cuelgo este poema. Pido (como Kavafis) que el camino vuelva a ser largo. No me importa no llegar a la última línea. No se acaba nunca el libro. Es de arena. Eso es. Es de arena. Algunos alumnos míos ya saben que soy de Borges. Con lo pequeños que son.

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