Creí escuchar que en la cabeza de David Lynch hay un agujero por el que entra Dios. Que en otras, a voluntad del azar o de la conjunción de los astros, sale por ese mismo agujero y que, en última instancia, nunca es él el que maneja la duración de la estancia, el tiempo en que su corazón brinca y se alboroza al contacto puro con la divinidad. Tampoco gobierna qué agujero asistirá la próxima visita o si no habrá ninguna otra y habrá una orfandad que lo extraviará para siempre. Que hay días en los que abraza la causa de la fe y la comparte con el prójimo y días en los que le hastía lo que antes le fascinó. De pronto pienso en que yo mismo soy David Lynch y tengo días de un boscoso entramado metafórico en los que percibo con pristina transparencia los misterios del cosmos y días de una vulgaridad espantosa en los que Lynch y el mismo Dios no nos merecen ni la más mínima de la atenciones. De antes tengo más conocido que de después, no se tiene propiedad de lo que aguarda y acecha, tampoco debiera preocupar esa certeza, no va a ningún lugar de provecho, ni se pueden hacer planes, los desbarata el azar o los corrompe o los cancela. De ahora se apropia uno de cosas sutilísimas, de lo tangible, sin esmero, sin que el adiestramiento oficie su trabajada liturgia, sin que la experiencia (a veces) influya u oriente. No somos nada, nada fiable, en todo caso. Vamos a lo que viene, nos resignamos a ese zarandeo ajeno, nunca propio, jamás propio, por mucho que uno crea que lo administra o que es suyo o que posee acta de su presencia. Está el antes, el ahora, el luego. De tener que escoger uno al que afiliarme, con el que sentirme conciliado con el mundo y conmigo mismo, elegiría el tiempo que no ha llegado aún, el previsto, en el que se puede depositar la confianza, la fe, a decir del creyente. Cuando uno sólo anhela mañana el presente se vuelve soportable. Es la naturaleza mágica de la fe. No pasa nada si hoy todo se desangela y emborrona, no me importa que se desquicie y se rompa: me conformo con la inminencia de la gracia, con la posibilidad (no me agüen la fiesta) de que una mañana de verano salga al jardín de mi casa (no tengo jardín, por cierto) y vea una comitiva de hormigas siguiendo el olor de una oreja. Está ahí, la oreja. Sola y sin dueño. Pronto será pasto de un millón de hormigas. No quedará nada suyo. La realidad es la posibilidad de que suceda o no suceda algo extraordinario. Tengo fe en lo invisible, en lo por venir, en la sustancia arcana, como decía el filósofo, en la trama oscura que hace que el mundo gire y las piezas, en su locura, acaben por acoplarse. Cuesta en ocasiones entender el mecanismo por el que se acoplan. Lo pienso y lo razono y no encuentro razones, tampoco motivos. El mundo es una cosa extraña, un jardín con una oreja cortada, como en Blue Velvet, la pieza maestra (una más, ahora tengo ganas de ver de nuevo Inland Empire y después Mulholland Drive y Twin Peaks en la misma tacada). David Lynch es un demiurgo, yo soy un demiurgo, Dios es un demiurgo. Ahí vamos los tres, trajinando las preguntas esenciales, despejando las incógnitas de una ecuación compleja. No hay que excederse mucho en estas cavilaciones, vienen a su antojadizo capricho, acuden sin que se las nombre, está uno tomando una caña con unos amigos cuando de pronto la cabeza empieza a ir a sus anchas e idea argumentos que parecen incumbirnos poco o nada, pero están ahí, están llamando con fuerza, piden quedarse, reclaman su lugar y lo hacen con fiereza. Luego uno llega a casa y escribe. Más que nada por aliviarse, más que nada por el consuelo de la evacuación. Escribir es una evacuación magnífica. No voy a dejar de escribir nunca. Es la parte Lynch la que ha pensado eso, no yo, que prospero a tientas, que no tengo con qué apaciguar a veces la incertidumbre y prosigue adentro la cuenta de la fiebre y del vértigo, toda esa cuenta de milagros que no acaban por esclarecerse y son, por más que se busquen, inminencias, pequeñas tentativas. Así que tomo a David Lynch de la mano, vamos los dos por un sendero que no parece conducir a ningún sitio. Me cuenta cosas que no entiendo, pero hace que me fascine toda ese derroche de anomalías. Dicotomías, me dice. Tienes que darle las vueltas justas a la cabeza.
Sé con más o menos certeza qué hay dentro de la cabeza de David Lynch. Una parte de la mía entiende a David Lynch. La otra se empecina en contradecirme y a poco que me descuido me desbarata lo que su mitad realiza. De hecho, ahora está escribiendo la parte no-Lynch de mi cabeza. Es lunes muy temprano y tengo visitas incómodas, puedo decirme mientras saco la basura o espero en la cola a que me toque turno en la panadería del barrio. He pensado en esperar y escribir cuando el lado Lynch aflore, pero no obedece. Cuanto más me obstino en acceder a él, más se cierra. Si me dejo, si no muestro empeño en acercarme, acude y entonces veo la cabeza de David Lynch por dentro. Entiendo qué la mueve. Comprendo las razones que siempre se me resisten. A veces pasa lo mismo con Dios. En ocasiones se entra en la cabeza de Dios, pero en cuanto se regresa a la realidad una turbiedad ciega el entendimiento y no verbaliza el prodigio recién vislumbrado. No sabemos que hemos estado ahí, no tenemos esa prodigio retenido de ninguna manera. Cosas de excéntricos, dice la parte Lynch de mi cabeza de lunes. No todo el mundo vale para ser un excéntrico. Ni tampoco para que esa desviación de la norma acoja adeptos, gente entusiasmada con la anomalía ajena. Lynch es uno de ellos, lo es más a cada obra que hace, no renuncia a la periferia, no hace ascos a que su mensaje no cuaje, no acabe de ser entendido del todo, aunque su compromiso con el cine no flaquee y emerja con absoluta independencia, manumitido de las normas, separado de cualquier previsión que uno componga cuando se sienta en la butaca y decide entrar dentro de su cabeza. Sé con más o menos certeza qué hay dentro de la cabeza de David Lynch. Una parte de la mía entiende a Lynch. La otra se empecina en contradecirla y a poco que me descuido desbarata lo que esa mitad avanza. De hecho la que está escribiendo ahora es la parte no-Lynch de mi cabeza. La entusiasta del director americano está mirando la oreja en el jardín de Blue velvet y haciéndose preguntas sobre lo extraña que es casi siempre la vida. He pensado en dejar que sea mi lado Lynch el que escriba, pero el acto de la escritura no está a disposición de quien lo ejerce, no siempre es dócil, a veces se descarría. Parece como si actuara a sus anchas y decidiese, no sé a antojo de qué, escribir o no hacerlo. Cuando estoy tranquilamente sentado en la terraza de un bar, tomando un café, leyendo la prensa, fumando un cigarrillo, acude Lynch y me desbarata el remanso de paz que he construido. Sucede entonces algo que me encanta: cojo una servilleta de papel, que es lo que está más a mano, y manuscribo unas ideas, palabras que Lynch, desde mi parte cómplice de la cabeza, me dicta como en confesión multimedia, pero las ideas se atropellan y las palabras se montan unas encima de otras hasta formar un grumo semántico impresentable a mis entendederas. Cuando no hay servilleta (es romántica la idea de la servilleta) tiro de móvil. Tengo que dejar que se arruinen los recuerdos de una oreja en un jardín. Que se vayan convirtiendo en algo de poco peso. Que la tierra se los coma. Tener dos lados desde donde escribir (tener cien, tener todos los lados, tener el Aleph para escribir) hace que alguno no convenido irrumpa y entonces es lunes por la mañana y te descubres mirando a un señor que no conoces de nada o es el señor desde alguna zona oscura y remota el que te habla a ti y te dice qué debes escribir, qué palabra se zurcirá a otra hasta que el traje quede a gusto de alguno de esos dos lados. Hay que ser total, me dice David. No se te ocurra quedarte a medias en algo, deja que se agote, no te sientas flaquear y continúa. Si la creatividad te juega alguna mala pasada, deja que lo haga. Respétala. Haz lo que ella dice, aunque no lo entiendas al principio. Alguien lo hará. Tú, tal vez.
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