Laszlo Fejés, Wedding, Budapest, 1965
No recuerdo quién escribió que el amor era cosa de poetas y que el matrimonio lo era de filósofos. En opinión de Woody Allen, el matrimonio es una carga tan pesada que en ocasiones hacen falta tres para llevarla. En la fotografía de Fejés el peso se reparte sobre ocho manos y ni siquiera sabemos si el encuadre elimina extras que se añaden al sobrevenido cortejo. He observado que las cantantes y los rapsodas no ensalzan el matrimonio. De hecho, salvo las previsibles excepciones, quién duda que sublimes algunas, el matrimonio no es la pieza que mueva el sol y las estrellas, como quería Dante. Es el amor el que guía la mecánica celeste. Si uno suprime el matrimonio del diccionario, tampoco es cosa necesaria, no creo que el mundo se tambalease. No habría nada sustancialmente distinto a lo que ahora disfrutamos o padecemos. Lo que no es extraíble, la esencia que no es extirpable sin que el espíritu se malogre de una manera irreversible es el amor. El amor secreto o el amor manifestado, el que se paladea en soledad, el que uno se procura a sí mismo, y también el otro, el entregado sin reservas a los demás y se reserva con celo. Está el matrimonio secreto, el que no precisa de testigos ni de altares, que prescinde de firmas y se consagra a divinizar el amor que lo funda y se obsequia a diario con sus regalos y está el matrimonio censado, el que se agasaja de protocolos y acarrea invitados, personas que intermedien ante otras personas que, escribas de lo público, festejan el connubio, registrándolo. dándole entidad jurídica.
No sé si es posible que el uno (el secreto) viva dentro del otro (el público). Tampoco si puede existir un amor perfecto, uno a prueba de obstáculos, crecido a medida que va sorteándolos, sólido y estable. Hay días en los que ni uno mismo es capaz de mirarse decentemente al espejo sin que le asalten deseos casi violentos de hacerlo añicos. Días grises como los hay esplendorosos, mecidos por todos los céfiros, acunados en júbilo, mimados por los invisibles dioses. Lo maravilloso de amar es la sensación de estar fragmentado en otro. De que la persona que se es no termina en las palabras que dice ni en la longitud exacta de sus miembros. Que los recuerdos que lo entristecen, lo conmueven o lo alegran son compartidos por otra criatura que se entristece, conmueve y alegra parecidamente. La fotografía de Fejés, formidable en su vértigo detenido mágicamente, me dolió la primera vez que la vi por un hecho sencillo. La pared. Es de una tristeza inconmensurable. Uno sospecha que detrás de esa pared lamentable, ruinosa y casi por venirse abajo, estará la vida de la pareja que, por cierto, anda sin cogerse las manos ni mirarse con embeleso, enfilando un camino del que nada saben o del que lo conocen todo. Igual están advirtiendo la amenaza de la pared. Incluso él, ay, camina cabizbajo. De ella no sabemos nada. Ni siquiera la imaginamos. Es un fantasma, hasta comparece con la indumentaria brumosa del fantasma. Curiosamente, con determinación también, es la novia la que los conduce. No necesita mirar atrás para saber que la siguen, ni detenerse para advertirles de lo que encontrarán cuando el trayecto haya finalizado. No se descarta que se persone el amor, el mismo amor que pudo hacer que trenzaran sus manos en un cine de barrio o sus miradas se prendieran del fuego del deseo o de la eternidad.
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