Yo soy el niño con el calendario
de los muertos en la mano izquierda,
el niño sensible con la luz en los
agujeros del vientre, el niño extraído del fuego absoluto.
Tres veces fui sancionado por la
voluntad de los próceres del ruido.
Viví en los campos, masticaba
auroras, amé las sutiles frases de la lluvia, deseé cuerpos sin acabar, grumos
dulces de la sustancia primera de las cosas.
Un día comprendí las causas, abrí
mi pecho, dejé que el murmullo de la tormenta lo cruzara. Cien hormigas
aplicadas pacieron en ese vasto festejo de la rendición.
A veces gimo en la oquedad de los
vientos.
Un eco atraviesa el aire y
desangela el paisaje.
Mi cara es un cruce entre piedra y
salmo.
En las algaradas callejeras
pronuncian mi nombre.
Soy el apóstol caído, harán de mi
expolio sus templos.
Soy fervor de lo que no se dice
nunca.
Un ejército de feligreses con su
oriflama, con su hierro fiero, con su casta de conjurados, ocupará la tierra.
Yo miro desde mi silla pequeña de
niño crepuscular.
Mis ojos son los ojos de todos los
mártires.
He aquí la flecha partiendo mi
corazón de luz.
Irradia flechas de luz mi corazón
robado al vértigo, arrojado al barro.
Sólo se ve barro.
Duro y frío barro en la apostura
de mi sangre.
Y ya no sabré acariciar el agua
que cae desde las copas de los árboles ni podré saltar desde los altos
precipicios de mi carne.
Las criaturas oscuras de la cloaca
máxima velarán mi descanso eterno.
Los ángeles barítonos harán
prospera invasión del aire roto.
De ellos será mi definitiva
comparecencia ante las autoridades celestiales.
Por su gracia antigua veré las
columnas del paraíso, el Arno cumplido de blondas de majestuosos céfiros.
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