En los cuentos de Kafka huele a naftalina, Gregor Samsa era una polilla.
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Lleva la montana mágica de thomas mann veinte años en el mismo anaquel. Cojo el libro de cuando en cuando, le limpio el lomo, abro unas páginas, busco el pasaje en el que, en una tormenta, Hans Castorp se prenda de la pureza de la nieve y se refugia en una cabaña, en donde fantasea con la posibilidad de una felicidad que sabe imposible y resuelve dar con la raíz del alma en un balneario comido por la decadencia y por las humedades.
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Anoche soñé que mis gafas era las de pasta de bill evans, soñé que me sentaba en un steinway y tocaba waltz for debby en un salón estilo tudor con cuatro o cinco íntimos y bebíamos whisky historiado. Me decían que muy bien, esas gafas te hacen mejor pianista, aplaudían levemente achispados.
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El Bowie de los setenta, el del glam y el del glamour, el de los clubs de Berlín, el de las arañas de Marte, ha venido a mi fiesta, ha dicho algo que no hemos entendido y hemos sentido una congoja en el pecho, un nudo en la misma garganta.
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