24.11.23

Literatura portátil

 





No es lo mismo escribir en pijama, uno sobrio, sin adornos, de tela recia o uno más liviano, al que aplicamos el batín favorito, que escribir con un abrigo de peso considerable, de buen paño leonés, con bolsillos generosos, uno de esos abrigos que duelen a la vista en el verano, pero al que en invierno, cuando el frío arrecia como sabe, damos la mayor de las consideraciones y miramos como en ocasiones, se mira a los hijos y se entiende que son una parte de nosotros mismos. Cómo nos vestimos o nos dejamos de vestir debe afectar de algún manera al modo en que escribimos. La Highsmith se sentaba en una silla dura, en el borde. Pretendía que el cuerpo padeciera para que la escritura reflejara ese dolor. No dudo que calarse una boina o forrarse el cuello con una bufanda de lana de calidad ejercerá en la escritura un influjo no apreciable en el hipotético caso de que uno, en el momento de sentarse y empezar a escribir, ande con un chándal de marca o con un traje de chaqueta o en cueros vivos, que es la forma idónea para escribir sin la trabazón de lo textil, como si lo escrito viniese en tromba, revelado por una entidad superior con la que acabas de entablar un diálogo secreto, telúricamente. Víctor Hugo escribía desnudo, lo cual no es un pensamiento agradable al leer Los miserables, ni (tal vez) oriente su trama o la influencie de algún arcano modo. Quizá siempre exista esa intimidad entre lo que no conocemos y uno mismo y no haya procedimiento que la manifieste. Se ha escrito mucho sobre los estímulos creativos, sobre ese momento sublime en que se produce el rapto, la venida del estro, esa especie de iluminación festiva y abrasadora en la que las palabras fluyen y quien escribe, lo haga como lo haga, cree estar en posesión de la llama de la verdad y de las razones últimas del universo. No sé si se habrá escrito mucho sobre cómo nos vestimos para escribir. Si conviene cierta extravagancia. No la clásica, la que consiste en recibir el abrazo de las musas en un bar (Joyce los cerró todos, el muy bebedor) o en la cama (Onetti escribía y soñaba o viceversa) o en una habitación cerrada completamente, sin que pudiese ingresar ninguna luz exterior, iluminada con el pudor de una lámpara únicamente (Frazer es, en ese aspecto, un maniático de primer orden). Ya digo que andamos especulando, que es un oficio muy de escritores y del que, la mayoría de las veces, no se extrae nada relevante.


A mí me fascina el Pío Baroja de la fotografía. Admiro su actitud, su entrega absoluta. Imagino que no he tenido la posibilidad de ver cómo me comporto yo cuando me siento a escribir y que, de tenerla, sentiría también algo de esa fascinación primitiva por la escritura misma, no por mí, pobre escribidor, modesto hilador de las historias, sino del acto fabuloso de crear algo donde antes no había nada. He visto a poca gente escribir. Parece un acto íntimo, confiado a lo privado, que no precisa que se divulgue. Con la lectura no hay tanto protocolo. Se lee en cualquier sitio. El lector profesional, en lo que yo aprecio, a lo que yo he visto, no ofrece resistencia a ejercer su vicio en cualquier circunstancia, por incómoda que pueda parecer. Es más, es la lectura la que hace que las circunstancias incómodas se arredren. Lee uno para no ver lo que tiene delante, se lee para que la realidad que nos circunde se desvanezca en favor de la ofrecida en lo leído. Las historias que nos rodean son sustituidas por las que buscamos en las páginas. Escribir es una lectura que uno se inventa. Uno escribe para no ver lo que tiene delante o para ver lo que no está a la vista o para convidar a lo invisible y que haga acto de presencia y anule, siquiera unos instantes, lo obvio, lo real, sea eso lo que quiera que sea. No se sabe qué habría delante de Baroja, qué deseaba censurar. Si su ropa, que no soy capaz de borrar de mi cabeza, guiaba su mano, si podríamos barojizarnos al vestirnos como él y dejar el editor del blog y coger una pluma y escribir con la letra menudita este texto. No saldría igual. Nunca salen dos textos iguales. Los podemos comparar y no hay evidencia que los hermane. Si yo ahora borrase este texto - ahora mismo, en este instante - no habría manera de que volviese a ser restituido idénticamente. Sería otro, siempre sería otro. Yo mismo, el Heráclito del río clásico, no sería tampoco el mismo. Aunque me calase una boina.


Luego están las distracciones. Hoy se escribe más distraído. Hay cosas que perturban la fluidez del texto. Está uno en más frentes y está de un modo intenso y continuo. No había entonces, cuando Baroja, móviles que a cada poco anunciaban lo que la voluntad ajena decidía. Ayer mismo, preparando trabajo, decidí apartarlo, llevarlo a otra habitación más apartada. Lo que aprecié fue una sensación nueva, nueva y agradable: la de estar verdaderamente volcado en el trabajo, sin otra preocupación que ésa, sin otro interés que finalizarlo y hacerlo concentradamente. Después, al cerrarlo, antes de salir al trabajo, miré los mensajes, las notificaciones del whatsapp, del facebook, del twitter y las llamadas entrantes no atendidas. Esa actividad, no frenética pero sí un poco mareante, me ocupó unos buenos diez minutos. Una vez zanjé esas obligaciones sociales, frías ellas, no siempre ocupadas por  el armazón del afecto, volví a sentarme en el ordenador (eran las ocho pasadas) y atendí nuevamente el móvil. Lo observé con detenimiento. Como al amigo que se abandona y al que de pronto se le concede el beneficio de la amistad y se le da reforzada y cálida y sentida. Se distrae uno, no está siempre en el tajo con la voluntad firmemente anclada al trabajo. No sé si hay manera de evitar estas frivolidades. O no lo son en absoluto y es el signo de los tiempos, el sencillo deseo de la modernidad. De hecho, suelo escribir en el móvil. Escribo donde pillo. No sabe uno dónde vendrá el deseo de registrar algo. Está bien no tener un lugar fijo en el que escribir. Tenerlos todos. 

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