Quizá Buster Keaton no hubiese sido el actor impasible, el rostro granítico, si las bombas no le hubiesen dejado sordo de un oído en las postrimerías de la Primera Gran Guerra. Nunca sabemos qué hace que seamos lo que somos. De un modo absolutamente incomprensible, de escaso afecto a las leyes de la lógica, se nos etiqueta a poco que nos descuidemos. Los payasos más elocuentes son los que no evidencian nada risible en sus rostros.
Sospecha uno que hay un momento en la historia personal, en la biografía privada, en el que una bomba te anula un oído y hace que el gesto se te agríe, aunque en el fondo del alma seas un cachondo y la jarana no falte allá donde andes . Todos tenemos nuestra bomba particular. Hay un Keaton en el interior que pugna por expresarse. La cara pétrea con la que saludamos al día (porque hay días que no merecen otra, ustedes entenderán) expresa una batalla enorme por plantar otra. Una alegre, distendida, que en absoluto enseñe la porción de alma atormentada que todos tenemos. Una que no sea en absoluto transparente. La de Keaton es un mapa despejado de nubes. Un libro abierto. Un alfabeto reconocible de penurias y de baches a lo largo del camino. Pero luego está el otro, el Keaton resuelto en gags, la providencia catártica de la risa imponiendo su fuerza sobre los ejércitos de la tristeza, que irrumpen a su antojadizo capricho, con descaro y con naturalidad.
Uno es de Borges o del Madrid o de la cofradía de su pueblo por alguna circunstancia imposible de argumentar, que apela al instinto o recurre al azar. Conozco gente de firmes creencias religiosas de las podríamos extraer también momentos sensibles que les hicieron inclinarse por la fe en lugar de ignorarla o darla abiertamente de lado. También a quienes otro de esos momentos trascendentes (inasequibles a la razón) les hizo ajeno a las enseñanzas de la pasión religiosa. El mismo amor también es presa de estos caprichos del azar. No hay quien lo explique. No existen prontuarios que muestren cómo domesticarlo, aprehenderlo, razonarlo al punto de entender las causas que lo mueven y las que lo arruinan. Inevitablemente somos la suma de instantes que no nos pertenecen. A Keaton la mentada bomba le malogró un oído y quién sabe si le hizo perder el dominio de los miles de músculos que gobiernan la cara. Quizá sea ésa la causa por la que anduvo siempre con esa expresión rota, como quebrada por alguna aflicción irreversible, de fondo avinagrado y adusto, como si le debieran la vida y solo fuese un mal zombi que reclama sus derechos. El pobre Keaton, del que ya nadie se acuerda, sin un Alberti que le componga junto a su vaca en un prado de libro de poemas. Keaton, el de piedra, reclamando su vaca surrealista desde el más allá. Sin decir ni mu. Mi vaca. Que me la den. Son ustedes muy desagradecidos. Después de todos los buenos ratos que les di. Pero qué público más incivil tengo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario