22.11.23

Fobia parte 1

 


Fobia.
(Del gr. -φοβία, elem. compos. que significa 'temor').
1. f. Aversión obsesiva a alguien o a algo.
2. f. Temor irracional compulsivo.

A la teofilia la separa un sufijo de la teofobia. El amable lector, el de ánimo lúdico, podrá retirar el sufijo fobia y colocar, en cada caso, el sufijo filia. De ser un teófobo a un teófilo no media un capricho lingüístico. Entre una y otra forma de entender las alturas celestiales o las honduras del espíritu se pueden advertir con absoluta nitidez algunas de las más nobles o de las más mezquinas aventuras que ha perpetrado el hombre desde que abandonó la torre de Babel y puso franquicias por el mundo. Va aquí un pequeño inventario de dolores. Porque el miedo, visto en detalle, no es únicamente la percepción de un peligro, la constatación de que hay una advertencia de riesgo o de amenaza que nos cierne y nos rebaja. El miedo es un juguete de psiquiatras, una de esas intimidades confesables, una mercancía con la que profesionalizar la incertidumbre. Sírvanse escoger, de entre las fobias a continuación mencionadas, la que más se ajusta a su condición anímica. La mía, escandalizada más que asustada, perpleja más que amenazada, se refugia en estos libertinos juegos de la mente ociosa. Ninguna de las acepciones que a continuación se adjuntan se ajusta a la veracidad ni contienen sesgo clínico alguno. 



Ergofobia

La fobia al trabajo puede ser considerada un trastorno episódico de común afección en adolescentes, recibiendo el más frecuentado término de fobia escolar. La padecen quienes, en el desempeño de un oficio, advierten un agravio estético o moral, una especie de agresión intelectual, o quienes, sensibles, creen que se les vulnera algún derecho irrenunciable. Todos esos derechos a los que apelan recurren siempre al mismo indivisible vicio: el de no hincar el espinazo. El ergofóbico, contemplado sin la seriedad que toda dolencia exige, es personaje de chistes burdos. Se le ha llamado holgazán, gandul, atorrante, haragán, indolente, zángano. En raras ocasiones, estimulados por el afecto que a veces causan, se les llama también bohemios, sutiles, ingrávidos o, más infrecuentemente, conceptuales o abstractos. Tengo yo un par de amigos conceptuales. Ninguno al que, con el cariño que les profeso, les pueda llamar perros. Henry Ford sentenció que a ningún hombre se le puede obligar a realizar el trabajo que puede hacer una máquina. Woody Allen recomendaba trabajar ocho horas y dormir otras ocho, pero procurando que no coincidiesen. Mi amigo M. sostiene que el país está como está por la proliferación de los ergófobos y que la culpa la tienen los pucheros de las abuelas y la adicción a las plataformas televisivas.

Macrofobia

Dícese del miedo a las esperas largas. Es padecimiento sobre el que no hay literatura fiable. Sospecha uno, macrofóbico a ratos, que el que la padece es sujeto al que le visitan otras dolencias periféricas. Puede considerarse que el afectado no disfruta con esos ratos visiblemente vacíos. En caso de que le fuesen gratos y los buscase, la fobia sería una limpia filia, es decir, todo lo que duele mutaría en gozo. Sé de quien, en la cola de la charcutería, consciente de que la macrofobia vuela sin pudor su sencilla figura de cliente, se calza los auriculares, pulsa el play y se pierde en los arias de Verdi. Ese acto feliz no rivaliza con el de extraer de la chaqueta o de la maricona de turno el ebook en el que, alojado en sus binarias tripas, reposan los versos que Poe dedicó a su amada Annabel Lee. Entre Verdi y Lee, la espera se transforma en un dulce tránsito que no hace falta consolar con ansiolíticos ni con otros fármacos que espanten el mal y lo disuadan de su belicoso empeño. Concierne al enfermo de esta clase desesperar sin disimulos. Se le consiente que haga muecas, bizquee, saque y guarde la lengua rítmicamente o deletree el nombre del último tesorero del Partido Popular haciendo especial énfasis en la fonética de las palabras esdrújulas. Mi amiga A. sostiene que el país entero está afectado por esta fobia. Que la Seguridad Social no la cree enfermedad relevante. Que su novio es macrófobico por culpa suya. Es que me encanta acicalarme y se me van las horas delante de un espejo, ha confesado con absoluto desparpajo. Un monumento pareces, le sanciona el novio: "Por el tiempo que tardas en restaurarte".


Onomatofobia

Es el miedo a escuchar cierta palabra. El onomatófobo no posee conocimiento de su perturbación, pero en cuanto escucha la restitución fonética de la palabra sobre la que recae su padecimiento cae en trance, suda a borbotones, abre desmesuradamente los ojos y pierde el completo sentido de las cosas. Es posible que en el decurso de una vida sólo haya algún episodio aislado de onomatofobia, pero suele ser extraordinariamente escandaloso. Incluso existe la posibilidad de que todos, en el fondo, suframos esta rara anomalía en la percepción puramente léxica del universo pero que no se haya manifestado. ¿Quién sabe a qué palabra le tenemos miedo? A mí, tan propenso a dejarme querer por la sonancia de las palabras, tan de arrimarme a la música de las sílabas, me parece que no debo tener ninguna que de verdad me conmocione, al punto de hacerme echar espumarajos por la boca o, ya se ha escrito, caer en trance, sudar como un cerdo y todas esas terribles cosas, pero quizá al término del día, poco antes de meterme en la cama y conciliar el sueño, oiga mi palabra inescuchable y me turbe en el silencio de la noche. No sé a qué familia pertenecerá. No tengo deseo alguno en saber nada relacionado con ella. Soy muy aprehensivo (eso es otro asunto que merecería un aparte detallado) en todo lo que atañe a la paz de mi espíritu. Mi amigo C. sostiene que el país entero padece esta extraña dolencia fonética. Que el día en que el Rey, pongo por caso el Rey, la pronuncie en el Mensaje Navideño, caeremos todos en una epifanía inversa, en fin, sudaremos, ingresaremos en el infierno de las convulsiones. No confundir la onomatofobia con la verbofobia, que es de más difícil erradicación. El verbófobo es, en esencia, un impedido para las relaciones sociales, un tullido semántico, una especie de monstruo ágrafo, carente de sensibilidad literaria o de inclinaciones dialécticas. La política, en general, está plagado de verbófobos. Algunas parejas ya llegan al altar comidos por esta fiebre. A los niños, en particular, se les debería orientar a que amen las palabras. Solo amando las palabras, sintiendo el hermoso peso que tutelan, se podría evitar la infección de estos indeseables gérmenes.


Oftalmofobia

Es el miedo a que a uno lo miren fijamente, a distancia corta, con insistencia de gárgola. Son gente que no admite planos fijos. No serían en absoluto buenos actores para una película de Ingmar Bergman. Tampoco consienten la cercanía de un dentista o de un ser amado que les conceda el placer de un beso. El oftalmófobo es criatura de temperamento irascible. Se enerva  si percibe que un ojo lo inspecciona. En hombres, produce individuos de exagerado pulcritud facial. Afeitados con absoluta eficacia, evitan que la piel exhiba alguna inconveniencia seborreica. Todo porque no le hurguen. En mujeres, se da el abundante caso de las que no cejan en el empeño de cuidar hasta límites enfermizos el mismo cuidado facial y miman cada poro y cada ángulo. Son abonadas a caras firmas de cosmética. El oftamófobo extremo, el que linda con el paroxismo, no sale de casa. La pandemia echó a la calle a mucho oftamófobo: les bastaba la mascarilla, un pasamontañas y unas gafas de sol para que deambularan con feliz anonimato por las calles. A mi amigo L. le dio por reprender a quien le hablara mirándole a los ojos. Él mismo, educado, torcía la mirada y la perdía en unas nubes o en una ventana ofrecida al fondo o en cualquier objeto que le diera un refugio.

Docefobia

Quien la sufre no es el temor a morirse lo que le devasta el espíritu y le traspone inextricablemente sino el fin del mismo mundo, su aniquilación, el apocalipsis de las Escrituras, la constatación de que todo lo que existe acabe por desaparecer y el silencio cósmico ocupe el aire. Es padecimiento metafísico y no se conoce paliativo que mengüe o haga que definitivamente se venza. Se nos contó que un día Jesús descenderá de los cielos y promulgará las frases últimas de las que no se librarán ni los vivos ni los muertos. Habrá un tribunal que juzgará nuestro desempeño por la vida y sancionará a quienes se desviaron del camino recto y de la virtud limpia. La proximidad del advenimiento de ese colapso final se compendia en la misma historia del arte, sobrecogiéndonos, impregnando nuestro espíritu de una desazón cancerígena. Las catástrofes naturales, las pandemias y las amenazas de un conflicto nuclear no favorecen que el afectado por esta dolencia tenga un mínimo respiro desde el que poder reconducir su pesimismo patológico. Mi amiga M. no ve las noticias en televisión y reprende a quien le informa sobre las heridas del mundo. "No deseo saber, prefiero prepararme para el desenlace en paz conmigo".


No hay comentarios:

De un fulgor sublime

Pesar  la lluvia, su resurrección  de agua, es oficio es de poetas. Un poeta manuscribe versos hasta que él entero es poesía y cancela la co...