5.11.23

Defunción de un mosquito



                                                                   Fotografía propia

Fue esa quietud sin motivo lo que no apartó el mosquito de mi cabeza en todo el día. Que yo sepa, sin haberle concedido una atención excesiva, llevaba en el patio desde la tarde anterior. Es posible que su cabecita se agitase o que abriese la boca para que se anegase de sangre inocente, ajena y desprevenida. También que estuviera saciado o que hubiese muerto y de alguna forma que no comprendo su cuerpo se mantuviese en la pared hasta que una pequeña sacudida del aire lo hiciese caer y lo picoteasen algunas hormigas con el hambre avara. Cogí una silla de las del patio y me senté a contemplarlo. Lejos de aburrirme o de entrar en algún trance hipnótico inédito, perseveré en el estudio de la criatura. Buscaba un indicio de vida, algo que me hermanara con él y, al igualarnos, apartase de mis pensamientos aplastarlo con una servilleta o con la zapatilla de estar en casa. En ese acto incivil no habría un ruido delator, un crujido cruel. Tampoco me perturbaría la culpa. He aprendido a apreciar el lugar que se me ha asignado en la pirámide trófica que nos enseñaban en la escuela y zanjo mis desavenencias con la plaga de insectos que nos rodean con aplicación. De ser macho, el mosquito viviría una semana, diez días a lo sumo. Las hembras son más longevas: pueden triplicar al varón. Probablemente se les encomendó una vida más larga para que molestaran con más ahínco. Consideré que hay un plan siniestro del que ni él ni yo tenemos mayor conocimiento, un hilo invisible entre su extremo silencio y el mío. Tentado de desbaratar cualquier plan, urgido por un deseo cainita, elevé mi pulgar con la parsimonia requerido. Veía cómo se elevaba y se acercaba al insecto sin que se coscara, sin manifestar una reticencia a que lo ajusticiase o a que, errado el castigo, lo dejara lisiado, incapacitado para la huida, negado al vuelo. Justo cuando iba a ejecutar mi sentencia, mi mujer detuvo mi mano. Un movimiento brusco, inusual en ella, tan de demorarse en los gestos, tan poco inclinada a ejercicios demasiado llamativos. Detente, insensato, ese mosquito es un rey, deberíamos inclinarnos ante él, eso dijo. Si te pica, no hará nada que tú no hicieras en su lugar, agregó con la cara complacida por la pedagogía, feliz por haber evitado su defunción. Es la proteína de tu sangre la que produce sus huevos, ignorante. Es una madre celosa de la supervivencia de su estirpe. Ella cuida más de sus hijos que tú de los tuyos, mal padre. Quizá esté muriéndose tras haber cumplido su misión en el mundo, lo cual es mucho más de lo que tú podrías decir si esta noche te fallara el corazón y tuvieras unos minutos para recapacitar sobre tu existencia. La nuestra en común está siendo larga, no creo que se te escape eso, querido. Muchas veces te he visto quieto sin motivo y te he imaginado dormido o te he pensado muerto. No te aplasto porque mi pulgar es pequeño o porque ninguna manera de hacerlo me parece la justa o porque no sabría qué hacer contigo para que nadie sospechara. Esa suerte tienes. Te habrá tentado quitarme de en medio también, no te duela reconocerlo. Hemos durado los dos más de lo que merecemos. El que sobrevive no echará en falta al otro. Hasta se esmerará en festejar su ausencia, aunque no alardee en público y vierta alguna lágrima de vez en cuando con teatralidad aprendida. Te propongo algo: nos quedaremos aquí sentados los dos, miraremos al mosquito hasta que eche a volar. Si cambia un lugar en la pared por otro, serás tú el que se vaya, ya verás cómo, me conformo con que no sea muy incómodo a la vista. Si vuela y desaparece, seré yo quien desaparezca también. La miré sin asombro, la entendí y me complació el programa de actos de aquella tarde aburrida. ¿Y si está muerto?, pregunté. Entonces uno de los dos matará al otro. Creo que ya hemos vivido bastante. Yo no he sido madre, no tuve tu sangre. A ti nunca te preocuparon esas cosas. Fuiste ese mosquito tanto tiempo, querido. La fortuna que tuviste fue que yo no me envalentonara y traicionase mis principios. Si llegas a tardar un segundo más, habría reventado al mosquito, lo sabes, le dije. Ni te habrías enterado ni esta conversación incómoda estaría teniendo lugar, agregué. Hemos pasado la noche en el patio. Se echó el frío y busqué una manta que la cubriera. No dijo nada, tampoco la rechazó. Ella me ha oído toser y me ha pedido que deje de fumar. Hoy ha amanecido el día claro, de una luminosidad intimidatoria. El mosquito sigue en la pared. Creo que voy a poner la cafetera. A ella le gusta sin azúcar, solo. 

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