Para Pedro del Espino, por las palabras futuras
Hay palabras de las que no se tienen mayor información que su restitución fonética, no se tiene de ellas la trayectoria y el modo en que han ido modificando sus grafemas hasta adquirir los de uso. Tampoco se indaga en qué significan, se dejan pasar, no preocupan, se cree que no afectarán a lo que quiera que se esté diciendo. Lo son advenedizo, zorrocloco, paparote, jacarandoso, babieca, zapatiesta, nocherniego, ababol, adlátere, cuchipanda, picaflor, potosí, tarambana, zagal, fuñir, camasquince, malfaciente, mansarda, inconsútil, ósculo, nefando, zangolotino, rendibú. El hecho de que no recurrir a ellas para expresar lo que pudiera hacerse con otras no es excusa para que ni se le preste la atención suficiente y no importe que su abandono prospere en la memoria léxica de un pueblo y acaben por sucumbir en el ancho olvido. De las traídas en este pequeño elogio habré usado una mínima parte. Tengo la costumbre de apuntar las palabras que desconozco. Si no lo hago en el instante, hago por consignarlas más tarde, sin que ese registro busque que las maneje en mi decir o escribir diario. Las mayoría de las invitadas a ilustrar este texto provienen del pequeño inventario que guardo en la memoria de mi móvil, mucho más fiable que la mía, por cierto. El vicio lexicográfico me entretiene, más que otra cosa. Hasta tengo algún amigo que me las pasa cuando las escucha o lee, procediendo yo con idéntico entusiasmo al escuchar o leer las mías. Ese afán resucitador es el mejor tributo que se le puede conceder a la bendita lengua que tenemos. Me gusta recordar dónde las encontré y prefiero las dichas, más que las escritas. Todavía recuerdo al señor mayor que reprendía divertidamente a su nieto diciéndole "zangolotino" o al amigo que me llamaba "tarambana" cuando fatigábamos las tabernas en los años de nuestra crápula mocedad cordobesa.
Ya no hay zangolotinos, ni tarambanas, ni crápulas. Habrá otras palabras que digan lo que ésas y de las que no tengo poseo dominio o a las que no concedo alojamiento en las alforjas de mi memoria. A mis alumnos les propongo que hagan su diccionario privado o personal, así lo llamamos. Ahí apuntan las palabras que no han escuchado nunca. Escriben algo sobre ellas, cada uno las define a su manera. Les pido que sean responsables y las incorporen a su bagaje semántico, aunque me explique exactamente así: tienen nueve años. Lo que importa no es la rendición del nuevo vocabulario, sino su uso. Fomento que las saquen a pasear, les animo a que les pidan ósculos a sus madres cuando salen de casa o que no sean babiecas y espabilen. Así sacamos a las palabras de su convalecencia, las aireamos, las ponemos a bailar unas con otras mientras suena la música del lenguaje. No siempre son las antiguas, las perdidas en el uso: podemos incluir cualquiera de la que no tengan conocimiento. En cierto modo, les envidio. Adoro esa ingenuidad, esa inocencia, ese adentrarse por primera vez en la espesura del bosque, sorteando los impedimentos de la orografía, trasegando con ellos, intimando con ellos. Tienen tanto que aprender, tenemos tanto que aprender. Son buenos zagales. Y de todo lo que este modesto bruñidor del lenguaje echará en falta cuando se jubile (no queda mucho) será sus caras cuando se prueban en las palabras recién aprendidas, ese entusiasmo novicio, esa alegría sin contaminar.
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