28.2.23

Elogio de la fragilidad


           Fotografía: Luis Felipe Comendador (con su Leica) 

Falta vida interior, sobra algo de la otra, la pública, la del trasiego conocido, con todos los pequeños ritos de peaje de la vida moderna, que se inclina casi siempre a exigirnos más de lo que estamos dispuestos a dar, pero a la que concedemos ese poder por el que nos hace obedecer casi ciegamente, sin reivindicar mucho, ni siquiera eso, una vida interior, una especie de remanso de paz o de quietud. Es quietud lo que echo yo mismo en falta. No una quietud física, de recomponerse uno, sino contemplativa, un poco metafísica incluso, con su freno para cuando haga falta regresar al pedestre discurso de los objetos y de los azares. Va uno siempre aprisa, apenas facultado para controlar lo que sucede. Hay en lo real un vértigo contra el que se puede hacer bien poco o nada. No existe vía de escape, no al menos una accesible, de fácil acceso y más sencillo tránsito. En cuanto uno se pide un receso, se acumula el trabajo. El peaje es alto: tanto que se plantea uno no caer en esa concesión de nuevo, no pecar en el mismo vicio y proseguir con el tráfago, añadir trabajos a los ya acometidos, prometer algunos nuevos, para no decaer, por no exhibir flaqueza o por no mostrarnos a nosotros mismos, jueces fieros, que somos capaces de permitirnos un poco de hospitalidad doméstica. No hacer nada, no decir nada, no extremarse en ningún oficio, en todo caso. Disponer del día para ejercer con tenacidad la pereza, si es que esto es posible. Cubrir distancias mínimas o muy extensas, pero no tener cometido alguno en ese desempeño. Mirar el paisaje como si nos dijera algo y anotar después lo pensado mientras suena un cuarteto de cuerda de Brahms o unas cuantas piezas de Joe Pass. 


Hay días en los que anhelo con toda mi alma no estar disponible, no hacer nada que los demás observen o fiscalicen, admiren (qué tontería) o rechacen, nada que diga de mí lo que no es necesario que sea dicho. Luego están los otros días, los de la actividad frenética a la que uno se entrega con fruición. Los días del vértigo, como a veces les llamo. Días que pasan sin advertirlos, que llenan y predisponen el ánimo hacia las cosas nobles y elevadas, que no sabe uno bien qué cosas serán ésas, pero seguro que alguna de las que hacemos se ajustan a esa nobleza y a esa altura y nosotros, ajenos, ignorantes, ni lo sabemos. Vivimos en esa oscuridad, nos acercamos como podemos a la luz. Cada uno a su manera, todos a ciegas, como quizá convenga mejor para percibir mejor su destello. Tuve un amigo que se enorgullecía de tener una vida interior rica. No lo decía como anécdota, sino como asunto de importancia. Decía que todo le alimentaba. Que no había cosa que sucediera en torno suyo de la que no extrajera algo valioso o a lo que acudir cuando la realidad no le reportaba los placeres que le requería. Como una especie de reserva espiritual. A veces he pensado en eso, en esa voluntad de vivirlo todo con fiereza, con el ánimo limpio y la certeza de que no habrá día que se repita, aunque todos se persigan. Luego se desangelan el paisaje y el propósito de observarlo. Escribir consuela. Tal vez todo esta escritura mía sea una declaración de fragilidad. 

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