¿Dónde estabas entonces cuando tanto te necesité?
Nadie es mejor que nadie, pero tú creíste vencer
Si lloré ante tu puerta, de nada sirvió
Barras de bar, vertederos de amor
Os enseñé mi trocito peor
Retales de mi vida, fotos a contraluz
Me siento hoy como un halcón
Herido por las flechas de la incertidumbre, eh-eh
¿Dónde estabas entonces cuando tanto te necesité?
Nadie es mejor que nadie, pero tú creíste vencer
Si lloré ante tu puerta, de nada sirvió
Barras de bar, vertederos de amor
Os enseñé mi trocito peor
Retales de mi vida, fotos a contraluz
Me siento hoy como un halcón
Herido por las flechas de la incertidumbre
Me corto el pelo una y otra vez
Me quiero defender
Dame mi alma y déjame en paz
Quiero intentar no volver a caer
Pequeñas tretas para continuar en la brecha
Me siento hoy como un halcón
Llamado a las filas de la insurrección
Hey, hey
Me siento hoy como un halcón
Llamado a las filas de la insurrección
Hay canciones que funcionan al modo de la magdalena que Proust hizo meter en el té en aquellos caminos de Swann y le hizo evocar el big bang y el ruido que hacía su madre cuando le estaba alumbrando. Si quien narra aquel episodio epifánico, al tragar el bollo mojado en té, creyó dejar de sentirse mediocre, triste, vacío, contingente y mortal, yo al escuchar a Manolo García cantar la pieza de El último de la fila siento las mismos prodigios del ánimo y abandono la pesadumbre, sintiendo la memoria como si me perteneciera enteramente y nada que alojara quedase fuera de mi alcance. Tengo en mí su esencia preciosa, escribía Proust. Ni siquiera es una propiedad, añade: es que yo mismo soy esa esencia.
Proust tardó tres mil páginas en registrar esa riada de recuerdos. Insurrección, en tres minutos mal contados, logra lo que la magdalena, pero más jubilosamente, con enjundia menos dramática. Es escucharla y verme afectado de juventud y de parrandas en pubs que semejaban catedrales de inquebrantable fe en el amor novicio y en las amistades eternas. Quirófano. La Buhardilla. 4.40. Hacíamos la ruta sin omitir ningún templo. Éramos ungidos, era el milagro de la transustanciación: era brotar una luz el aire de continuo, era la masa madre del pan primordial de la euforia, era el cántico tribal de la tierra. Manolo García oficiaba el ingreso en la dulce tiniebla de la eucaristía. Todavía me pierdo en la prolija bendición de esa sustancia alada que nos confería la sublime épica de la verdad.
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