No se sabe lo difícil que es vivir en un cuento de Quim Monzó hasta que has entrado en uno y te ha costado la vida encontrar la salida. Hay quien sigue ahí. En el mejor de los casos, puedes descubrir que eres panadero y despachas hasta el mediodía, vuelves a casa, no encuentras a tu mujer, llamarla insistentemente sin éxito y leer por la tarde la prensa deportiva tirado en el sofá, mientras en televisión emiten un documental sobre las costumbres amatorias de los pingüinos. A la caída de la tarde sales a dar un paseo, le das la vuelta al pueblo y poco antes de cenar, después de haber saludado a todos los amigos que os aprecian y respetan, te das una ducha, cenas cualquier cosa, no eres goloso ni hambrón, y ves una película de intriga. Recuerdas a tu mujer. La echas de menos. Es raro que tarde tanto. Nunca se pierde sin avisar que va a perderse. Ella es de perderse de vez en cuando. Cuando regresa, no dice qué ha hecho, ni a ti se te ocurre preguntarle. Es un estado natural de las cosas. Una vez le sugeriste que podrías probar tú a perderte y no le pareció bien. Se veía su desaprobación, aunque no emitiera una sola palabra de reproche. Sois una buena pareja. Tenéis una rutina maravillosa. Cada uno tiene una serie de ocupaciones. Lo principal es no desatenderlas ni acometer las que no te corresponden. Yo no plancho, yo no hago la lista de la compra. Ella no recoge la ropa de la azotea, ella no lleva las cuentas de la casa. A veces hacéis el amor. Un día las cosas suceden de otro modo. Te levantas temprano, te vistes, desayunas un café con unas galletas de avena, sales a la calle y piensas que la panadería no es suficiente, piensas que la panadería va cada vez peor, te explotan, llevan sin aumentarte el sueldo tres años, más quizá. Cuando vuelves a casa, tu mujer está viendo la televisión. La resaca de la trompa de anoche la ha levantado a las dos. No hay comida preparada. Te buscas una loncha de jamón de york en el frigorífico y la metes en medio de un par de rebanadas de pan grueso de molde. En casa, aunque seas panadero, no hay pan del bueno. A ella no le gusta. Dice que engorda más que el otro. El alcohol no engorda, ¿no es cierto?, le contestas apagando la televisión con el mando. No contesta, está adormilada. A media tarde, ofuscado, incapaz de haber echado una cabezadita, sales a la calle. Llueve, pero no has caído en coger el paraguas. Le das un par de vueltas al pueblo. No saludas a nadie, nadie te saluda a ti. Se ve a la legua que no estás para saludar o para que te saluden. Al volver a casa, ella está preparando unos huevos revueltos y unas lonchas de bacon. Te mira con una sonrisa muy tierna, como la que te engatusó cuando la conociste en la universidad. Mañana no pruebo una gota, te lo juro, dice mientras remueve los huevos. Lo dice sin mirar. Anoche también lo dijo así, sin mirar, removiendo los huevos. Comes sin hablar, ves la televisión sin mirarla, le coges la mano, la besas, piensas que mañana es posible que a Quim Monzó le dé por ponerte a leer por la tarde o a hacer que te duermas en el sofá mientras en la televisión emiten un documental sobre las costumbres amatorias de los pingüinos, pero por otro lado mejor Monzó que la Highsmith. En casa, siempre dijisteis la Highsmith cuando se sacaba tiempo para leer. Una vez caíste en una novela suya y casi te rompen el cuello en un sótano y te entierran en un jardincito a la vuelta de la casa. Lo peor fue cuando creíste que ella te engañaba y te lo montaste con la vecina. Qué tristeza inmensa la tuya al descubrir que no era cierto. Qué arrepentido después cuando ya no hay remedio. Entonces sales a pasear, lloras con pudor, por si te ven, mientras buscas la manera de decirle que la culpa la tiene Monzó. Peor hubiese sido la Highsmith: ella me hubiera escrito líneas más trágicas.
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