20.2.23

Como un niño en un patio de colegio

 



Ser feliz consiste en no tener conciencia de felicidad alguna; un poco al modo en que se manejan las bestias cuando cubren sus necesidades o como los niños en el momento en que se entregan al juego y solo importa la manera en que se involucran en él y la entera satisfacción que les reporta.  De la felicidad, de su tangible obra en uno mismo, escuché no hace mucho una declaración sencilla. La dijo para sí un niño en un descuido entre carrera y carrera, como si se vistiese de filósofo y luego regresase a lo pedestre, a la rutinaria travesía de las cosas. No la pronunció para que alguien la escuchara; no era su interés que se le prestara atención: solo dejó ir las palabras, expresó un deseo, sin pensar más de la cuenta en él, un poco al modo en que los niños comprenden el mundo. “Ojalá este recreo no acabase nunca”. Eso dijo. Después siguió a lo suyo, brincando, esquivando a quien se le echaba encima, buscando en sus cabriolas de patio de escuela una coreografía fiable de la alegría, una a la que acudir a poco que se la precise y a la que poder extraer siempre un provecho. 


A los adultos no se nos ocurre que algo dulce o algo feliz o algo extraordinario dure para siempre. Ni la felicidad absoluta nos conforta. Descreemos de todo lo que se aprecia que tiene visos de durar mucho. Ni el amor eterno alivia. Siempre se busca el doblez, el roto escondido por el que se va a deshilachar el traje tan hermoso. Cunde la desazón, prevalece el inconformismo. De los niños debemos aprender ese amor por la trascendencia de lo fugaz. No somos niños porque nos hemos acostumbrado a desconfiar y hasta a permitir que los demás desconfíen de nosotros mismos. Quien, como yo, los trata a diario y se obstina en instruirlos, en educarlos, en conducirlos como mejor puede hacia lo mejor de ellos mismos, se alegra de que algo infantil no se haya perdido todavía y esté ahí, oculto en apariencia, tapado por la prudencia de la edad adulta, por su protocolo y por su seriedad. Me descubro a veces incurriendo en deslices de niño, cayendo en la cuenta de que la niñez persiste a su manera, sin que enturbie en ocasiones el proceder adusto y severo con el que despachamos los asuntos de la edad provecta, la incómoda, la que no sabemos llevar o a la que no terminamos de aceptar. 


Se es feliz en los tiempos primeros, en el inicio, en la inocencia, en la pureza, en la ignorancia, en el andar libre, en el sentir limpio, en la vigencia del juego, en la confianza en el otro, en el amor sin condiciones, en la divina sensación de que la felicidad no es un milagro, sino algo que puede suceder en el patio de una escuela, aunque se desvanezca y dure bien poco, menos de lo que querríamos, mucho menos de lo que convendría. Somos los adultos de una rareza que espanta a veces. Raros hasta el hartazgo. Raros a sabiendas de que lo somos. Raros con colmo. No hay día en que no sienta esa certeza. Quizá la rareza haga bien al oficio que desempeñamos. Razonables y prudentes, justos y cabales, severos y reflexivos, no alcanzaríamos las metas que nos marcamos. No somos razonables, ni prudentes, ni justos, ni nada de lo que se estipula correcto. De entrada no entra en nuestros deseos el de ser felices. No creemos en la felicidad, no existe tal cosa, no podemos anhelar lo que no creemos. Por más que sepamos que estamos equivocados, por más que nos lo repitamos. Solo nos dejamos fascinar por la alegría, que es una instancia menor, en apariencia, por su esplendor fugaz, pero no la felicidad, no esa invención de la filosofía o ese reclamo de las religiones. Tampoco necesitamos bucays, coelhos o espinosas, vendedores de humo, agentes de la propiedad emocional, mercachifles de barraca de feria que negocian la miseria humana, la tasan, la convierten en objeto canjeable. Pero nos agrada la venta, la supresión de la inocencia, esa perversión que consiste en sabernos desalmados y hostiles. Pareciera que nos esmeramos en no ofrecer jamás debilidad alguna. Nos educaron para ser fuertes, nos dijeron que seríamos felices si éramos fuertes, nos hicieron ver que la fragilidad es un obstáculo. Se tarda una vida entera en descubrir que la felicidad, lo que sea eso, proviene de lo débil y de lo frágil. Que ante la belleza somos débiles y somos frágiles. Al final, queda en ser un poco payaso cuando se requiere. Lo dijo el otro día Sonia, una compañera de colegio. Que ella era payasa. Con y sin disfraz. Ahí andamos. Ojalá dure. Vamos al lunes, que no es poco. 

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