Ilustración: Quentin Blake
“La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo”
Miguel de Cervantes, Don Quijote de la Mancha
No siempre tiene uno la familia que desea. Ni siquiera la mejor que pueda tocarnos en suerte lo es a tiempo completo. La felicidad (sea lo que a cada uno se le antoje) se ejerce de modo discontinuo y no siempre fiable. De la familia se tiene a veces esa idea un poco subversiva de que conviene que esté cerca y otras, bien lejos. No prospera una continuidad infalible, esa especie de armonía que, por otra parte, tampoco tiene uno consigo mismo. Hay tantas familias como personas desean formarlas. Las hay de toda condición. Conozco algunas que se llevan de maravilla y, en apariencia, jamás discuten. También las que confirman la ocurrencia de Groucho Marx de que la familia es una gran institución; por supuesto, contando con que te guste vivir en una institución. No creo que sea malo que existan tantos modelos de familia o que la tradicional esté en entredicho o (sencillamente) no cuente con los predicamentos morales de antaño. De puertas hacia adentro, en la intimidad de las casas, no hay nada que desde afuera deba ser evaluado, observado con esa mirada que algunos dejan caer con la superioridad de quien se sabe poseedor de un rango moral superior o de un conocimiento que los otros, los de más abajo, los menos agasajados por la inteligencia o por la rectitud, no tienen. A veces recuerdo a Willy Wonka, el personaje de Charlie y la fábrica de chocolate, la estupenda historia de Roald Dahl, autor ahora reformado y reeditado por las hordas del puritanismo salvaje y estulto, afrentado por la eclosión de gordos o de enanos que pueblan su maravillosa fauna de personajes. Le decía Wonka a uno de sus visitantes lo poco estimulante que era la familia para fomentar el genio creativo. En realidad, no hay compañía que no malogre cualquier inclinación artística. Da igual que sea montar una novela, pintar un paisaje o componer una sinfonía. Yo creo que he escrito de noche. Casi todo lo que he escrito ha sido al dulce amparo de la noche o al punto de amanecer. Era (sigue siendo) la única manera de que mis adicciones (los vicios de la escritura y de la lectura) no restaran tiempo a mi vida familiar. No tiene nada que ver una vida con la otra. Al escribir, se requiere un encapsulamiento especial. Un retirarse, un no estar, un no ser interrumpido incluso. La idea que he ido conformando (matizada, discutible) es que es imposible ser escritor a tiempo completo. Con lo feliz que yo sería, le digo a K. Me levantaría pensando en la obligación de escribir, en la de rendir cuentas conmigo mismo, de entrada. Como tal cosa no sucede, y está bien que sea así, dicho sea de paso, se escribe a estas horas, la del alba, se cuenta el mundo cuando todavía no se ha abierto la luz, se deja constancia de cómo funciona cuando afuera todo está apagado y en casa, mientras uno teclea el teclado, los demás duermen, ajenos, anchos, felices y ajenos.
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