Debemos a Juan Diego de Villarroel que haya gongoristas en Utah, en Montevideo, en Samarcanda o en la Polinesia. Su influencia es indiscutible y nuestra gratitud, infinita. El gongorismo está extendido. Se ha hecho viral. Transciende su discurso y hace que otros se adhieran. Pronto el gongorismo será una iglesia, tendrá fieles, recitarán las soledades, saldrán extasiados del culto y buscarán pendencia con adeptos al conceptismo. Es la nueva contienda de los credos. Dios sabrá perdonar al blasfemo. Sangre en las cofradías de la metáfora, luto en los templos de la lírica: marcas de un tiempo convulso, signos de un sentir popular. Hay autobuses para que los iniciados visiten la casa del poeta. Aquí escribió Las soledades. Aquí Felipe III le nombró capellán real en 1617. Habrá concursos espontáneos en los que los más atrevidos recitarán la fábula de Píramo y Tisbe, enfatizando con delicada dicción la parte en que los amantes babilónicos expresan con más alambicado ardor sus infortunios y quebrantos. Un gongorista profesional incurre en ligerezas métricas, no da con fehaciente pulcritud con las palabras; no por ello se abate ni el desaliento lo devasta. Juan Diego de Villarroel fue gongorista temprano. Su precocidad provenía de un tío suyo que decía ver al mismo Góngora en sueños. Al devenir de los años, fue a Juan Diego a quien Don Luis asistía en el páramo del sueño y en la agreste ocupación de la vigilia. Festejado en juegos florales provinciales, agasajado con alguna mención de campanillas en certámenes provinciales, su fama alcanzó la opulencia de la corte capitalina cuando declamó la obra completa del genio cordobés sin omitir un hipérbaton o titubear en la fonética de los más áspera nomenclatura clásica. Ahí Juan Diego rivalizaba en genio con el mismísimo Príncipe de las tinieblas, según registra Marcelino Menéndez Pelayo. Tal era su pulcritud y acendrado oficio en el arte de la declamación que prosperó la moda del gongorismo. Un quiste en las cuerdas vocales apartó a Juan Diego de la misión de difundir la palabra de Góngora. Una vez le regresó el timbre y el tono, nada fue como antes: no había dulzura en el empaste de las cesuras, no se escuchaba al viento cortejar un risco cuando clausuraba la lectura de alguno de esos maravillosos sonetos bucólicos. Aunque a fe mía que ni el dulce Arión ni el sabio Palinuro, allá donde moren su eternas vigilias, impedirán que la providencia restablezca el candor en su voz y pueda retornar el gongorismo al preclaro lugar que le corresponde.
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