3.2.23

Ser un niño

 



                                                   Fotografía: Robert Doisneau

Con frecuencia suelo caer en la cuenta de que me siguen resultando placenteras las mismas cosas que hace cuarenta o cincuenta años. Ocurre ahora que pienso en ellas, las evalúo como si acabara de adquirirlas, las ajusto al tamaño de mi cabeza, no al del corazón, donde se alojaban antaño. Con la edad, la cabeza impone su criterio con mayor convicción, no permite que se la desatienda, impone su carácter y finalmente dicta las normas. Al corazón, al pobre, se le permiten ciertas veleidades, algunos caprichos, pero tiene todas las de perder y, las más de las veces, hinca la rodilla. El corazón no sólo tiene rodillas que hincar, sino una cabeza que lo hace recular, no aventurarse tanto como solía. Es una cosa curiosa la del corazón, ahora que lo pienso. Se le atribuyen virtudes que no posee: es un músculo, es un órgano con una misión en la que los sentimientos no caben, por más que la poesía romántica y los troncos de los árboles nos hagan pensar que en él reside el amor, el amor grande y los amores pequeños. Al final todo lo convertimos en pensamiento, lo traducimos en palabras, lo escrutamos. Sólo de vez en cuando dejamos que las cosas sucedan sin que pensemos mucho en ellas. Pensar, en la mayoría de los casos, es contraproducente, es contrario al riego normal de la sangre por los órganos y al dispendio lúbrico y a la alegría sana de quien abre mucho los ojos y vive sin nada que lo coarte en demasía. No conozco a nadie que conceda al corazón todo el peso de la trama de su vida, no sería ni bueno, seguro que al final acaba por despeñarse, por arruinar su existencia. Lo normal (imagino) es concederle los mandos a la inteligencia o a la experiencia.

Son los niños los que hacen que la esperanza en la bondad se abra paso en la fronda tosca de los adultos, son ellos quienes brillan cuando la oscuridad se cierne en torno y la sentimos bien encima de nosotros, ocupando el aire que respiramos, los espacios que dejan las palabras cuando se piensan. Lo que más aprecio de mi trabajo (soy maestro) es la posibilidad de que tenga niños cerca, que unas horas al día sólo trate con ellos o con compañeros de oficio que (lo perciban o no, lo expresen o no) también se alimentan de esa inocencia y la alojan en su interior, con más o menos fortuna que yo, pero inevitablemente sucede así. Luego salimos a la calle, encendemos la televisión, contemplamos las perversiones de unos y las maldades de otros y agradecemos que tengamos en nuestras manos el depósito de esa bondad y la responsabilidad de una parte de su tutela; la otra es de los padres, aclaro por si alguien piensa en que toda esa responsabilidad recae en la escuela. El corazón más grande lo tienen ellos. Después se va empequeñeciendo, se encallece. Después se quita de en medio, no está siempre que se le precisa, no nos echa una mano, una de las manos que tiene, aparte de las rodillas o de la cabeza. El corazón es un cuerpo completo en sí mismo, pero conforme se hace mayor, a medida que se gasta, pierde órganos, los deja en el camino, va perdiendo las manos, los ojos, el corazón dentro del corazón que conocemos. Al final todo es cabeza, plenipotenciaria y sibilina y ruda cabeza. Todo es pensar, al sentir se lo arrumba, al niño lo olvidamos, no contamos con él, no pensamos en si queda algo por ahí, susceptible de ser izado a la superficie y puesto en marcha. Con todo, qué felicidad la de tener niños con quien volver a ser niño de nuevo. Ahora me voy al colegio. Buen viernes. 

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Amy

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