Lo que recuerdo de Zodiac es que rebatiera la idea que se tiene de una película sobre asesinos en serie, tan abundantes, tan mediocres o nefastas en ocasiones, por otra parte. La obra maestra de David Fincher es un monumental trabajo sobre la obsesión. En ella, cuando de verdad arrebata a quien la padece, no cuenta ni siquiera la consecución de un propósito, esa culmen narrativo en el que todo se entiende o, en el peor de los casos, se cierra. Tampoco la identidad de quien actúa impunemente y burla una y otra vez a quienes lo acechan. Las casi tres horas de Zodiac prescinden de esa consideración sobrevenida tras una vida entera emboscado en las novelas y películas de misterio y se regodean con absoluta maestría en lo cotidianidad de la investigación, en la rendición continua de pistas que se desvanecen o que no conducen a nada relevante. Su morosidad es engañosa: hay una invitación soterrada a que nos involucremos en esa obsesión que lo conduce todo. Su plasticidad es sobresaliente: Fincher es un artesano de las imágenes y del ritmo con el que esas imágenes deben discurrir. No ha habido ocasión en que una revisión de la película, creo haberla visto tres veces, no me haya hecho descubrir matices nuevos, una secuencia que desvela algo que podría ser importante, un estremecimiento que antes no tuve. El cine ofrece meticulosas rendiciones de la vida. A veces prospera la idea de que es el cine el que la registra y ordena, la de que cancela la realidad para fundar un émulo sobrio o ebrio, lírico o prosaico, pero vivo. .
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