En el cuadragésimo noveno día del año gregoriano de 1789 se registra una epidemia de viruela que diezma la población aborigen de Australia. Apenas hay constancia documental. No se hace escrutinio de los muertos, no se erige ninguna estatua que conmemore la tragedia. El archivo de los grandes hechos del pasado manuscribe una línea de condolencia etérea y subliminal. No hay un panegírico, ni un poeta que glose la fatalidad en el cincel del verso. Se da ahora a esos sucesos lamentables carta de ficción. Vemos escenas borrosas, la boscosa muerte las deprime cromáticamente. Hay algún testimonio que no ha sucumbido al olvido, pero se advierte la nomenclatura descuidada, la leve intendencia de un escriba al que no se le proporcionó un método científico. La viruela tiene la etimología sucia de la pústula pequeña. Hay momias egipcias que la contienen. La Biblia cita 39 enfermedades. Las atribuye al pecado. Hay más de mil referencias a la terminología climática en las Escrituras. A veces Dios condesciende, pues es la misericordia uno de sus atributos, pero no se prodiga en esa generosidad y se recrea en pandemias y dolores. La literatura evoca la enfermedad y la eleva a categoría narrativa de primer orden. La liturgia hebrea gasta prolijas descripciones de sacrificios. La imaginería que la explicita para el lector perezoso o para el analfabeto es de una truculencia sobrecogedora. Se eligen toros para expiar los pecados de los sacerdotes y machos cabríos por los de la grey laica. Yahvé elige al pueblo israelita, es el predilecto a ojos de ese pueblo, pero los demás forjan su progreso y su moral con las mismas consideraciones selectivas. Tal vez podría haber aplicado su autoridad en Australia, podría pensarse. El Pentateuco es mediterráneo, ni malayo ni tibetano. La narración canónica de los grandes hechos prescinde de localizaciones exóticas. Los dioses primordiales, luego volcados paradójicamente en uno, no tienen preferencias, la suprema presencia invisible no tiene jerarquías ni señala con el dedo la cartografía de su creación. El cielo y la tierra son implacables. Las depresiones tectónicas y las lluvias torrenciales son emanaciones de la divinidad. El hombre padece la ira infinita de las alturas y de los abismos. Las diez plagas de Egipto. Sodoma y Gomorra. La mujer de Lot. La Atlántida. El Grupo Thule, los ocultistas nazis formado por militares, altos funcionarios y empresarios fanáticos, buscaba un origen mítico de la raza aria, que creían la última de las cinco estirpes atlantes, salvadas milagrosamente cuando la tierra entera fue devastada por el diluvio universal. La misma idea del superhombre, regente sobre las razas inferiores, proviene de esa calentura esotérica. El Holocausto empezó en Platón. Es la literatura la que funda los mitos, la que los extiende y, finalmente, la que bosqueja el rudimentario plan de las civilizaciones, que precisan de este fantasmagórico tumulto de leyendas para que el hombre no se aburra en la cartesiana efusión de lo real. Los bárbaros y los hunos asolaron Europa por la inclemencia de la tierra. La erupción del Tambora en la isla indonesia de Sumbawa en abril de 1815, la mayor de los últimos 10.000 años, afectó a las cosechas en Francia. El ejercito yanki padeció en las selvas del Vietnam los rigores más extremos. Napoléon sucumbió a la hordas de la intemperie rusa. Parece que habla la Madre Natura. Se persona como actor de la trama. Se envalentona y tose o escupe plagas desde el cielo que la cubre o se seca o arde o libera monstruos para que sepamos cuál es nuestro sitio. Las calamidades son la voz con la que se hace oír cuando no la escuchamos.
19.2.23
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