9.2.23

Del fracaso como una de las más bellas aspiraciones

1

 Como Borges, en su poema Los justos, soy de los que prefieren que otros lleven razón. Admito que valoro más la comodidad de escuchar los argumentos ajenos y complacerme con su valía, cuando la tienen, que enfrascarme fieramente en la defensa a ultranza de los míos. En todo caso, seguro que esos que esgrimo no son enteramente de mi propiedad y provienen de mancomunar otros, de hacer una especie de grumo intelectual con todos ellos y ver si sale algo que pueda, en puridad, reconocer como personal, trabado por mí, sin la injerencia de nada externo. En todo caso, admitiría que mi disfrute sería enorme si la razón que yo conformara fuese absolutamente original, no contaminada por ninguna anterior, expuesta sin la sensación de que se está uno aprovechando de la inteligencia o de la ocurrencia o del talento al que otros recurrieron para formularla. Las veces en que, al discutir algo, he notado que mi visión era la valiosa, la que triunfaba, no he disfrutado más que cuando, bien al contrario, notaba que mi adversario, por decirlo de algún modo, restituía con más ardor la supremacía de las suyas. No me afecta aceptar esa derrota, ni felicitar a quien la ha causado. Como no me creo idiota del todo (hay ratos en que descompongo esa afirmación de un modo cierto y cabal) reconozco que también paladeo el placer de que se me reconozca mi autoridad en alguna materia. No me niego a esa dulzura emocional, privada siempre, en la que los otros me agasajan de alguna manera, haciéndome ver lo oportuno de mis razonamientos o lo coherente de mi postura. El problema de este mundo o, a mi entender, uno de los que lo acucian, es esa incapacidad de aceptar que otros son mejores que nosotros. Cuesta (a veces cuesta muchísimo incluso) el hecho sencillo y noble de hacer ver esa realidad a quien la ha creado. Por eso es bueno que figuras como la de Rafa Nadal se promuevan entre la gente joven. Se consigue que exista una visión menos demoledora de la propia persona. Si logramos hacer creer a los jóvenes que no son particularmente especiales, sino que todos los somos o que nadie, en cierto modo, lo es, habremos subido un escalón formidable para crear una sociedad más igualitaria, una en la que se privilegie el éxito común y no la gesta individual. Reconoceríamos la posibilidad de que un vecino crea en Dios y vaya a misa sin que ese opción debilite mi absoluto descreimiento en la divinidad y en los ejercicios espirituales que la fortalecen. Nos daría lo mismo que nuestro equipo pierda en la competición deportiva en la que se inscriba y daríamos por bueno que el equipo al que no le tengo excesivas simpatías venza. Quizá lo que importe no sea el nombre de quien gane, sino la belleza o la existencia misma del juego. No es preferir, a ciegas, que el otro lleve razón, pero tal vez sí sea no incomodarse porque eso sea cierto. No es no esforzarse por adquirir ideas propias y batallar con interés por hacerlas valer, sino avanzar y adquirir otras nuevas (o las mismas, remozadas) cuando la evidencia (o la mixtura de muchas evidencias) nos muestra que estábamos equivocados o que nuestra fortaleza es menor que la hubiésemos deseado y, por supuesto, menor que la contraria, la que en ese momento (tal vez no en otro) ha batido a la nuestra. De esa obcecación en ocasiones cerril proviene la situación política en la que andamos, no me cabe duda. Proviene de la defensa a ultranza de unos ideales (los de unos y también los de los otros) por encima de la bondad de esa defensa. Ver que nuestros políticos no se ponen de acuerdo, por más que se les exija, por mucho que España se zarandee y amenace con colapsarse o yo qué sé horror al que no sabría nombrar, ellos siguen empecinados en su férrea voluntad de no ceder, de no dar por bueno lo ajeno, aunque sea momentáneamente, por echar a andar. Luego vendrá la dialéctica, la oratoria, por cruda que venga escrita o por encendida que se pronuncie. Ahora hace falta releer a Borges. Pensar en esa línea suya en la que prefiere, a lo mejor un poco exagerada y poéticamente hablando, que los demás lleven la razón y hagan (imagino) cuanto concierna a esa razón victoriosamente esgrimida. El caso es que el barco se mueve y la tripulación no se ponga a darse de hostias en cubierta por la incapacidad del capitán de llegar a un puerto.

2
De mis amigos aprecio la inteligencia o la gracia de la que carezco. Alguno habrá que no cuadre en esas apreciaciones también, quién las sostiene sin interrupción. Uno se arrima a quien le enseñe lo que no sabe o le cuente lo que no conoce. Es la vieja idea de que se aprende más escuchando que hablando. Un alumno mío, de los más finamente dotados para la confrontación dialéctica, me dijo si yo estaba verdaderamente cualificado para enseñarle el idioma inglés. Hace ya de eso. Exigía, a su precaria manera, que yo le refiriera qué titulación poseía, por ver si era la idónea, imagino. Me esmeré en que pensase si aprendía conmigo inglés o no y si eso bastaba. Aduje, a la vista de los demás, por si podía extraer algo bueno de esa pequeña osadía suya, que en esta vida hay que esforzarse siempre, que de todo el mundo se podía extraer algo bueno, con independencia de que esté o no titulado, que aprendemos en la escuela y en la calle y en las plazas públicas y en los libros y hasta en los sueños que soñamos, que no nos pertenecen del todo. Entendieron (imagino que algunos entenderían) que el esfuerzo lo es todo. Que hay que darlo todo enteramente en cada pequeña cosa que hacemos, aunque después se malogre la empresa y no haya nada que recoger de la cosecha a la que tanto esfuerzo aplicamos. Les conté que los maestros también aprenden de sus alumnos. Les costó aceptar esa idea un poco revolucionaria. Cuesta montarse en la cabeza esa república de las ideas en la que todos tenemos algo que decir y algo con lo que rebatir lo que se nos dice. Cuesta (acabo) aceptar que perder es parte del negocio y que ganar, a pesar del festejo y de la llamarada de luz en el pecho, no es siempre la parte más instructiva del juego. Que fracasar es la única manera de ser honesto, como escribió D’Ors.

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