A mí me gusta la cordialidad robótica de Asimov, tan humanos ellos, tan elevados en sus disquisiciones, tan filantrópicos, tan altruistas. Amo esa armonía entre hombre y máquina que anticipa un futuro feliz. A los ingenuos nos va ese romanticismo distópico. Luego está Roy Batty, el replicante de Blade Runner, que sucumbe a la fascinación de la belleza y se sacrifica en su nombre. Todos los demás engendros mecánicos que conozco son puras extensiones del mal. También Ava, esta fémina fatal a la que su perverso creador, otro doctor Frankenstein, ha vestido (es un decir eso de que vaya cubierta) con algunas de las más humanas de nuestras pasiones: la arrogancia, el instinto de supervivencia, la vanidad. La androide, una entre muchas, tal vez la más lograda, usa la persuasión (el encanto de su feminidad, la maquinaria del cortejo, nunca mejor expresado) para escapar de la mazmorra en la que la mantienen cautiva. No deja de ser un prototipo, imagina ella, pues no se descarta que la inteligencia artificial contenga el material del que está hecha la imaginación y hasta el de los sueños. Sabe que si no supera la prueba a la que será sometida (comprobar con un test si es de verdad humana o es tan solo ua construcción del hombre) será eliminada. Esa posibilidad no entra en ninguno de sus programas. Su plan de fuga es perfecto, como podría esperarse de una inteligencia superior. En él participa la muerte, que es una consideración abiertamente contraria a las posibles consideraciones que la arquitectura de su cerebro usa como patrón, pero no es así. También la recorre el amor, el de Caleb, el informático bobalicón, El objeto de su desquicio es de una humanidad sobrecogedora, aunque sepamos que si le amputan una mano veremos cables en el muñón ofrecido en el tajo. Lo que fascina de la película de Garland es si realmente estamos asistiendo al espectáculo de una máquina que se pretende humana o si uno, de carne y hueso, conmovido por el tumulto de las emociones y recorrido por la locuacidad de la sangre, no haría exactamente lo mismo y zanjaría expeditivamente todos los obstáculos que se interpusiesen en el logro de su meta. Todo es frío en lo que sucede en esa mansión en la que cualquiera puede sentirse preso. La escenografía es tan irreal como uno de esos sueños imposibles que Ava anhela para que su conciencia humana se consolide y pueda salir y ver mundo. En realidad, todo lo que sucede en Ex Machina es un relato sobre la evasión de la realidad. Ava no quiere ser un humano más. Es feliz en su ambigua corporeidad sintética. No tiene metafísica, no cree en la raza de quienes la crearon. El test de Turing no mide la humanidad posible: no hay test que haga eso. Hay quien, investido con los primores de lo humano, detenta los de la máquina. Dios observa la inverosimilitud de la trama, pero no condesciende a bajar y recomponer las líneas del texto.
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