Soy el último apóstol de la sangre, he visitado los grandes templos, me conmueve lo liviano, toda esa fragilidad del ánimo cuando se desampara el aire y el invierno es una plaga bíblica. Tengo conmigo las primeras palabras, tutelo imperios de ceniza. Mi madre es una escultura en un templo babilónico. Hay amigos míos que beben a morro sin pudor y cantan viejas melodías medievales. Les escucho y los abrazo. Una vez le hablé a una hormiga. Tengo esa debilidad. Le hablé de mis años en las academias del pudor. Era un alumno obediente. Pasar desapercibido es un arte. Roma fue un imperio basado en la sangre. Son los lobos los que la inventaron. La civilización perdió la inocencia con esos dos niños a los que amamantó una loba. A partir de ahí, cualquier aberración es un estímulo para el progreso del espíritu. Jesucristo los contrarió. Era una revolución toda esa poesía de la vida eterna. También los mares hablaron. Naufragios, ese alfabeto profundo. Enternece ver caballos sumergidos. Duele el pétalo al segarse. Toda la luz cabe en un pétalo. Toda la historia. Darwin, Newton, Arquímedes. Ellos vieron el lodo. Pero lo primero que se sacrifica es siempre la poesía. Es la pieza canjeable por cualquier otra de más impacto inmediato. La parte débil de la trama. Se la sumerge. Convida a la eternidad a los caballos muertos. Pecios de crines, grupas de algas. Nadar es un acto de honestidad. Morir, un receso.
15.2.23
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