10.2.23

La escuela en los escombros

 







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Las escuelas no cierran en las guerras. Esto lo escribí hará pronto diez años. Podría haberlo escrito hoy. Sigue igual el conflicto. Habrá más que entonces. A veces a la guerra se le añade un terremoto o una hambruna. Se le dice en los medios de comunicación conflicto a la guerra: una manera de suavizar la realidad, cuando se encabrona y se pone levantisca o trágica. Una vez vi a una adolescente palestina pidiendo en un dignísimo inglés que cese el dolor. Usó esa palabra: dolor. Ni guerra ni conflicto. Ese inglés de emergencia lo habría aprendido en una escuela. Valen siempre. Incluso bajo el humo de las bombas. Igual en otros diez años (si sigue en pie el blog, si yo mismo sigo en pie) volveré a escribir sobre el dolor de las guerras y sobre la entereza número  de las escuelas. Habrá alguien (otra persona, da igual que sea palestina o de Yemen o de Ucrania) que pida el fin. Que se acaben el odio, el miedo y la venganza. Yo no sé. No entiendo cómo puede ser que las palabras no sirvan, que no se pongan (unos y otros, no suele haber inocentes plenos) a dirimir las diferencias con ellas y tengamos que recurrir a los tanques y a los misiles. Dan ganas de no saber, pero no podemos cerrar los ojos. Nos los tienen abiertos, perplejos y asombrados. 

A las ciudades las devasta el miedo. No sé si las construye el amor, pero es el miedo el que las derrumba. Este es el infierno, uno de ellos. Un dron captura la desolación y enseña la piel de la barbarie, su costra de escombros, su paisaje de sombra. Lo que no hace, lo que nunca podrá hacer ninguna cámara, es penetrar en el interior del alma del hombre. Es una ciudad sitiada, a la que no entra comida, de la que no salen nada más que muertos y refugiados. Ninguna ciudad es inocente; ninguna culpable. Al final del castigo quedan las ruinas. Es la inteligencia la que se ha echado abajo. No está. Nadie la esgrime como un arma. Son las bombas, son los escombros, es el hambre. Y el miedo. Ese es el dron invisible. El miedo.

No sé si está lo suficientemente estudiado, pero hay un momento en que nos estropeamos. Yo creo que no es un proceso paulatino, no es un ir avanzando hacia el mal y una concreción posterior, llamemos de asentamiento, en la que esa maldad se aposenta o se acuartela dentro. Cada uno se malea a su manera, pero hay un episodio personal que nos empuja con más determinación, que asegura más enfáticamente el descenso al mal. Porque somos malos. Lo es el soldado (cualquier soldado en cualquier guerra) cuando dispara su fusil o lanza sus bombas a sabiendas de la destrucción que causará, pero aún así la calle volverá a ver revolotear niños haciendo juegos de niños. Algunos incluso podrán jugar a la guerra. De hecho es lo que hacen. Imitan lo que ven, hacen lo que ven hacer a sus mayores, mueren de mentira por si después una bala accidental o adrede o una bomba los mata de verdad. Hay muchas muertes en una guerra. Las hay ficticias, como de ensayo. Las hay fiables, sin retorno, oscuras y dramáticas, inapelables y tristísimas. 

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Lo malo de contar una guerra sin haber estado en ninguna es que no hay quien te crea. Es muy importante la verosimilitud, la percepción de que sabes de lo que hablas, la creencia de que te afecta lo que escribes. Quienes vivimos en una sociedad sin guerras, asistimos a las ajenas con la fascinación del incrédulo. Como la guerra nunca es sutil, no hay periferia, no existe un relato introductorio, no puedes hacerte una idea de cómo funciona. De ahí que nos duelan las imágenes con la que nos surten los medios: duelen porque no hemos formado parte de ellas, duelen porque no estamos haciendo nada para evitar que sucedan. Sólo los niños campan a lo suyo, idean sus juegos, ignoran (o creemos que ignoran) el paisaje en el que inventan el mundo y unos mueren de mentira y otros, cuando toca morir, de verdad.

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En Gaza, en Ucrania, en Siria, en Yemen o en Somalia las escuelas siguen abiertas a pesar de las bombas. Es posible que incluso permanezcan abiertas en pleno bombardeo. Basta conque los alumnos y los maestros interrumpan la clase. Conque se tapen los oídos. Conque cierren los ojos. Hay algo verdaderamente admirable en privilegiar la vida cuando todo parece indicar lo contrario y la evidencia escribe la palabra muerte. En Gaza, en Siria, en Afganistán, en cien enclaves  En tantos sitios que ahora no nombro, sigue el detonar de las bombas y las escuelas abren y los alumnos acuden a diario, venciendo el miedo a no llegar, abriendo el corazón frente a la barbarie de sus mayores, esquivando el zumbido de las balas, representando un estado de las cosas que, en el fondo, solo produce una pena infinita y una impotencia absoluta. 

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De la experiencia sensible, de lo que nos circunda y afecta, extraemos lo útil, desechamos lo irrelevante, nos zafamos con fiereza de lo que nos duele y, en última instancia, nos indignamos contra lo que nos humilla. Posee el género humano ese raro apresto sentimental que lo hace buscar la belleza incluso cuando nada la propicia. Se pierden y se ganan batallas sacrificando el ideal de belleza que los pueblos atesoran. Quienes comprenden el valor de la educación aprecian el maravilloso ejemplo que dan las niñas de la fotografía, sorteando esos escombros para entrar en clase a diario. Aquí, en España, caen otras bombas. Son de las que no deflagran ni mutilan a quienes padecen su efecto. Son las bombas sutiles de la injusticia. Bombas ideológicas no detonan tangiblemente. Se tiene el miedo a que un día todo se venga abajo (todo lo construido, todo lo pensado) y los libros terminen apilados en una mala plaza, prendidos por un fuego enorme, convertidos en advertencia de un futuro apocalíptico. Mi tremendismo procede de las evidencias también. Se empiezan recortando en tizas, en plazas y en nóminas de maestros y se acaba aceptando que la calle es un lugar formidable para la docencia. Qué más da. No somos Gaza, aquí no hay escombros, pero el daño que le están haciendo a la Educación es gigantesco.


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Las escuelas siguen abiertas a pesar de las precariedades que padecen. Es posible que incluso permanezcan abiertas cuando las vacíen más a fondo. No dudo que al paso que vamos el vaciado será más exhaustivo. Para dar clase solo hace falta alguien que hable y alguien que escuche. En realidad son dos los que hablan y dos los que escuchan. En ese diálogo maravilloso es en donde se forjan las costuras del traje que los países vestirán en los años venideros. Irán los países desnudos, con las vergüenzas a la vistas, retratados como lo que quisieron ser cuando apretaron en la herida en lugar de sanarla. Pese a todo, la escuela saldrá airosa. A pesar de la lacra insana de sus vaivenes ideológicos y su torpe e omitió arrimo de nomenclaturas y normativas, insisto  en su formidable salud. Está hecha de cimientos de una solidez incontestable. Abre sus puertas cuando ni siquiera las tiene. Se da en todo y se da de un modo ejemplar siempre. Es el bastión más precioso del progreso. Es uno de esos irrenunciables pilares sobre los que se construye la dignidad de los pueblos. El pueblo que no mima sus escuelas está destinado a levantarlas de nuevo. Ojalá no tengamos que volver a levantar la escuela. Que solo haya que amueblarla. Que solo tengamos que enseñar quienes lo hacemos y no tengamos que ocuparnos del oficio de otros.

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